«¿Cuál es el secreto para
un largo amor? El diálogo entre las diferencias».
(Mario Benedetti)
■ Octavo
peldaño: LOS DIÁLOGOS.
Si
tuviera que quedarme con una película por sus diálogos, a pesar de lo mucho que
admiro a los grandes maestros del guion como Woody Allen, Rafael Azcona
o I. A. L. Diamond, me quedaría con
“Casablanca” (Michael Curtiz, 1942), que acaba de cumplir 75 años. Claro que detrás
de esa historia había cuatro guionistas (uno de ellos sin acreditar) y dos
dramaturgos, además de un director y unos actores en estado de gracia que
seguro que aportaron lo suyo. Lo curioso es que el paradigma de una película con diálogos inolvidables (algunos tremendamente cursis, pero igualmente imperecederos) sea un largometraje donde cada personaje es de una nacionalidad distinta y, en teoría, cada uno con su lengua propia: Rick (estadounidense), Ilsa (sueca), Laszlo (polaco), Strasser (alemán), Ferrari (italiano), Renault (francés) —con estos dos últimos no se devanaron mucho los sesos para bautizarlos; perdimos la oportunidad de que el español se llamase Barreiros porque esa sociedad de automoción se fundó 12 años más tarde—, Ugarte (español), Sascha (ruso), Carl (húngaro), etc. Y lo más significativo es que, efectivamente, los actores eran casi todos de distintas nacionalidades.
Mi diálogo preferido es el que mantienen Rick (Humphrey Bogart) y el pianista Sam (Dooley Wilson) mientras, ya cerrado su
local, el primero espera la visita nocturna de Ilsa (Ingrid Bergman) bebiendo whisky como si no hubiera mañana. Aquí va
una perla en versión original:
RICK
Sam?
SAM
Yeah, boss?
RICK
Sam, if it’s December
1941 in Casablanca, what time is it in New York?
SAM
Uh, my watch stopped.
RICK
I bet they’re asleep
in New York. I’ll bet they’re asleep all over America.
«Si hoy es diciembre del 41
en Casablanca, ¿qué hora es en Nueva York?” “Se me ha parado el reloj”. “Apuesto
a que están dormidos en Nueva York. Apostaría a que están dormidos en toda
América». Parece un
diálogo de besugos, absurdo, producto de los efectos etílicos del whisky que ya
ha ingerido el protagonista. Pero cobra un significado inusitado en el contexto
en el que Rick pronuncia a modo de reproche la última frase, es decir, en diciembre del 41. Con Europa invadida por los nazis y Japón asediando Asía y el Pacífico, Estados
Unidos continuaba evitando entrar en una guerra que ya duraba dos largos años, hasta
que precisamente en diciembre del 41, el 7 para más señas, los japoneses
invadieron Pearl Harbor abocando a EE.UU. a la guerra, una guerra que propició
además (en la ficción) el distanciamiento de Rick con la mujer que amaba.
Así
han de ser, a mi juicio, los buenos diálogos: irónicos, entre líneas,
sobreentendidos, sutiles, ingeniosos, indirectos, pero a la vez agudos y
profundos. Un diálogo así funcionará siempre mucho mejor y tendrá más
posibilidades de ser recordado por el público que otro explícito, obvio, serio
y evidente.
Quizá
la razón sea que el primero nos hace pensar, reflexionar, cavilar para intentar
desentrañar su verdadero sentido —lo cual, a su vez, permite de alguna manera al espectador ser partícipe de la historia, ejercer de coguionista—. Y el segundo nos lo da todo masticado y
deglutido, nos alimenta pero no nos lo deja saborear.
Recordad
también que un diálogo, en el cine, exige unas economías, es decir,
Por regla general, un diálogo no es una conversación. Nuestros diálogos deben seguir una dirección y un objetivo determinados. Hemos de evitar los largos monólogos que ni siquiera el rostro arrugado de un gran actor o actriz veteranos consigue sostener frente a la cámara. Si, por circunstancias de la historia, no os queda más remedio que introducir un monólogo excesivamente largo, hacedlo interrumpiéndolo de vez en cuando para que el actor pueda llenarlo de matices. Tenéis un ejemplo muy gráfico en el largo monólogo del narrador de “Amadeus” (Milos Forman, 1984), donde, el músico Antonio Salieri, interpretado por F. Murray Abraham, está continuamente reaccionando en sí mismo a sus propias palabras. Acción y reacción.
QUE DIFA LO MÁXIMO CON EL MENOR NÚMERO DE PALABRAS.
Por regla general, un diálogo no es una conversación. Nuestros diálogos deben seguir una dirección y un objetivo determinados. Hemos de evitar los largos monólogos que ni siquiera el rostro arrugado de un gran actor o actriz veteranos consigue sostener frente a la cámara. Si, por circunstancias de la historia, no os queda más remedio que introducir un monólogo excesivamente largo, hacedlo interrumpiéndolo de vez en cuando para que el actor pueda llenarlo de matices. Tenéis un ejemplo muy gráfico en el largo monólogo del narrador de “Amadeus” (Milos Forman, 1984), donde, el músico Antonio Salieri, interpretado por F. Murray Abraham, está continuamente reaccionando en sí mismo a sus propias palabras. Acción y reacción.
Y para películas en las que un solo
personaje pase mucho tiempo en soledad, en vez de hacerle hablar solo o
introducir de fondo su voz en off, utilizad algún recurso más original, como concibieron
los guionistas de “El héroe solitario” (The
Spirit of St. Louis, Billy Wilder,
1957), que narraba el primer vuelo sobre el Atlántico de Charles A. Lindbergh, imaginando una mosca que se había colado en
el aeroplano con la que el protagonista, James
Stewart, dialogaba animadamente, o bien como en “Náufrago” (Cast away, Robert Zemeckis, 2000),
donde Tom Hanks mantiene muy vivaces
debates con una pelota de voleibol, bautizada con el nombre de Wilson, que
lucía una suerte de rasgos faciales moteados con la sangre de su propia mano.
Pensad
siempre que el mejor diálogo es el que no se escribe, o sea, evitad escribir
una frase de diálogo si la podéis sustituir por una expresión visual. En el
fondo, el diálogo es la fuente de información más sencilla para un guionista gandul.
Hitchcock decía que cualquier
película debe poder entenderse sin diálogos. Os invito a que volváis a
visionar, por ejemplo, “Psicosis” (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960),
pero con el sonido apagado. Veréis que efectivamente se entienden completamente
todos los detalles de su trama sin necesidad de escuchar sus diálogos.
Recalquemos, pues, una premisa básica:
LA PELÍCULA SE CUENTA EN
IMÁGENES
O
como decía Michel Chion, «una película sin sonido seguirá siendo una película, pero una película
sin imagen no lo será». Esto es así porque la imagen es consustancial e
inherente al cine. Se podría hacer película sin guion, sin actores, sin sonido,
sin decorados, sin producción, hasta sin director… pero jamás se podrá hacer
una película sin una cámara que registre la imagen, porque entonces ya no sería
cine, sino otra cosa.
Quizá
el mejor ejercicio que se me ocurre para un guionista novel es el de intentar
escribir un guion de cine mudo, es decir, un guion no apoyado en sus diálogos.
Como la producción franco-belga ya mencionada “The Artist” o la española “Blancanieves” (Pablo Berguer, 2012). Es lo más
parecido a escribir un tratamiento (pero con intertítulos). Además, es también
una buena recomendación ver mucho cine clásico silente, porque los recursos que
utilizan para evitar los carteles o intertítulos —las películas mudas eran
tanto más apreciadas cuantos menos intertítulos tenían (algunos dramas mal
rodados incluso llegaron a salvarse cambiando los carteles y convirtiéndolos en
comedias)— nos servirán de aprendizaje para hacer nuestros guiones mucho más
visuales.
Precisamente, mi primer trabajo remunerado como
guionista fue escribiendo sketchs mudos para el director cubano Juan Padrón, en
las series de animación “Cineclips” y “Erotips”, producidas por el productor (y
sin embargo amigo) Juan José Mendy para Canal +. Aprendí mucho gracias a ellas.
Otro
apotegma que conviene recordar es que:
ACCIÓN
= DIÁLOGO
Sí, los diálogos también
son acción (de un personaje) a varios niveles:
-
Como actividad física y gestual, el “acto de decir
algo” (cómo lo dice).
-
Como una información-conocimiento, el “acto que tiene lugar
al decir algo” (qué es lo que dice).
- Como una manipulación y evolución de un sujeto sobre
otro, “acto que sucede por decir algo” (para qué lo dice).
Según, Robert McKee, partiendo de esta
clasificación podemos distinguir en el personaje que habla, diferentes niveles:
-
¿Qué dice el personaje y cómo lo dice? ( nivel locucionario)
-
¿Qué modificación o cambio busca en sus
interlocutores? (nivel ilocutorio).
Los diálogos
participan de la acción de una manera distinta según prioricen uno u otro
nivel: pueden ser portadores de información unidimensional o, simultáneamente,
remitir a diversos niveles de la acción y de la información. Un diálogo nunca
debe entorpecer o parar la acción, sino hacerla avanzar.
Sin embargo, los buenos
diálogos, como ya dijimos, han de ser tener varias cualidades, entre las que
están: ser verosímiles, sutiles, comprensibles, fluidos, originales, fáciles de
seguir, claros y, sobre todo, naturales.
Es por ello que hay
que construir previamente la biografía de cada personaje de forma que,
conociéndolo al máximo, sepamos en todo momento lo que diría y opinaría en cada
situación. En esta tarea, nos ayudará mucho (sobre todo al principio) tener una
guía de cuestiones básicas como las expuestas en el capítulo anterior. Una
buena pregunta que debemos hacernos siempre antes de escribir un determinado
diálogo es ¿qué quiere decir realmente el personaje? O ¿cómo lo diría yo en su
situación?
No me resisto a reproducir aquí, como ejemplo, un extracto de
los maravilloso diálogos de mi admirada “El
apartamento”. Me encanta aquel en el que Fran Kubelik (Shirley MacLaine) discute el día de nochebuena con su amante y jefe,
el señor Sheldrake (Fred MacMurray),
un hombre casado, al que le reprocha sus múltiples aventuras extraconyugales. Fijaos en la figura (facsímil del guion en castellano) que tan solo hace cuatro acotaciones de acción, además muy escuetas, y todo lo demás lo fía al diálogo en donde, si embargo, deja muy claras las personalidades y sentimientos de ambos personajes: la ironía desesperada de ella al principio, su desconsuelo posterior; el cinismo patológico de él, un canalla con muy pocos escrúpulos.
“Cuando estás
enamorada de un hombre casado no tienes que llevar rímel”. ¿Puede decirse
de una forma más desgarradora? Está claro que la conveniencia de que una mujer se ponga rímel en
las pestañas o no, no es el resultado de salir con un hombre casado o soltero.
La frase explícita y directa que precisaría de modo claro el dolor de Fran
sería algo así como: “Cuando estás
enamorada de un hombre casado sabes que acabarás llorando”, porque es el
llanto lo que hace inapropiado el uso del rímel. Sin embargo, ¡cuánto más gana
en fuerza su comentario haciéndolo indirecto!, buscando una metáfora visual que
nos haga ver con nuestros propios ojos cómo se siente la protagonista:
afligida, mancillada, avergonzada e incluso sucia. ¡Siempre hay una forma mejor
de decirlo! Y el recurso metafórico suele ser el más adecuado. De la metáfora
hablaremos un poco más en el próximo peldaño de nuestra escalera (“El guion final”)
Con
la BIOGRAFÍA de todos vuestros personajes y el TRATAMIENTO concluido, ya
estamos preparados para iniciar la escritura dialogada de nuestro guion, teniendo
muy claro que esta primera versión no es más que un borrador inicial ya que —lo
repetiremos más adelante— un guion se escribe en sus reescrituras.
Y,
por último, recordad que
EL SILENCIO TAMBIÉN ES
DIÁLOGO
Porque
los silencios generan igualmente expresividad. Una pregunta sin responder o una
frase sin acabar, tienen intencionalidad y siempre quieren reflejar algo:
contrastes rítmicos, estados de ánimo, sentimientos ocultos, etc. Y, si no, que
se lo pregunte a Ingman Bergman o a Godard, en cuya película “Banda aparte” (Bande
à part, Jean-Luc Godard, 1964)
introduce el silencio absoluto como recurso narrativo en una secuencia en la
que los protagonistas deciden guardar un minuto de silencio —en realidad, 36 larguísimos
segundos—, durante el cual la película se queda totalmente muda y sorda (sin
ningún tipo de banda sonora ni sonido ambiente).
Algunos trucos para
dialogar.
Un
truquito. Cuanto más imperfecto sea el personaje (defectos físicos, psíquicos,
vicios, manías, etc.) más fácil será hacerlo hablar. No abuséis de él,
especialmente en los personajes principales, pero sí os puede servir para
realzar a algún secundario que no esté dibujado del todo.
Recuerdo
que en el grupo de árboles de “El bosque
animado” había un viejo roble sabio, un eucalipto cascarrabias, una encina chismosa,
un abedul despistado y un pino joven. Sabio, cascarrabias, chismoso y
despistado son signos de carácter. Pero ser joven no lo es (tal vez la
inexperiencia puede hacer a los jóvenes algo inseguros pero, en cualquier caso,
ese rasgo se curaría con la edad). Cuando empezamos a animar la película
—precisamente lo hicimos comenzando por las secuencias de los árboles— a los
animadores les costaba interpretar las acciones del pino porque no tenía una
personalidad tan acusada como los otros. Fue entonces cuando se me ocurrió
utilizar el truco. ¿Qué pasaría si el pino fuese tartamudo y al hablar se le
cayesen las piñas al suelo? Fue un éxito. No solo consiguió adquirir su propia
personalidad sino que le robó el protagonismo al resto de la pandilla de
árboles, ya que los niños se partían de risa con él. Sí, ya lo veis, también
los personajes animados saben “robar planos” como algunos actores avezados.
Otro
truquito más. Cuando hayáis redactado el primer borrador del guion dialogado,
leedlo en voz alta y, si podéis, grabadlo. Seguramente escucharéis (de vuestra
propia voz) palabras, giros y expresiones que os suenen mal y que nunca diría
vuestro personaje. Redactando el diálogo de una secuencia de “No hay más remedio” (José Enrique Pintor, 2014), una comedia
dominicana sobre tres viejecitos que, para solventar sus particulares problemas
económicos, deciden atracar una farmacia y quedan atrapados en su interior
durante el asalto de una violenta banda de atracadores de verdad, había escrito
que uno de ellos soltaba el exabrupto “¿Qué
diablos pasa?” Al escribirlo no me percaté pero, en cuanto lo leí en voz
alta, me di cuenta de que era una mala transliteración de una expresión inglesa
—what the hell?—, muy común en algunos
doblajes al castellano de películas americanas pero inusual en español. Por
supuesto, la corregí por la más hispana “¿Qué
coño pasa?”
Quizá
os cueste creer lo que os voy a contar pero fue en el siglo IX cuando los
amanuenses y copistas calígrafos de los conventos inventaron las letras
minúsculas (para ahorrar pergaminos, que eran muy costosos de conseguir) y poco
a poco comenzaron a separar las palabras (que en el latín de entonces se
escribían de corrido) e idearon los signos de puntuación y acentos para
conseguir pronunciarlas mejor [1]. Fue
entonces cuando la mayoría de la población letrada aprendió a leer
interiormente, es decir, para sí. Hasta ese momento, casi todo el mundo debía
leer en voz alta el texto para comprender lo que estaba escrito, razón por la que
las bibliotecas de los monasterios del medievo eran todo menos silenciosas. La
primera persona de la que se tiene constancia que leía para sí fue el obispo Ambrosio de Milán en el siglo IV —sin
duda, un lector más que aventajado— del que Agustín de Hipona cuenta muy admirado en sus “Confesiones” que «cuando
leía, llevaba los ojos por los renglones y páginas, percibiendo su alma el
sentido e inteligencia de las cosas que leía para sí, de modo que ni movía los
labios, ni su lengua pronunciaba una palabra».
En
fin, que al ser la lectura interior una cualidad adquirida hace tan poco —a
nivel evolutivo, el siglo IX fue hace cinco minutos—, conviene que nos tomemos
la molestia de leer nuestro guion en voz alta.
Decir,
eso sí, en defensa de la capacidad intelectual de la humanidad, que leer para
sí en letras capitulares, que se escribían sin espacios de separación y sin tildes
ni signos de puntuación, no era tarea nada fácil:
SIRVADEEJEMPLOESTEPEQUEÑ
OTEXTOESCRITOAIMITACIONY
GUISADELAFORMADEESCRIBIR
LOSTEXTOSCLASICOSENAQUEL
LAEPOCARAZONPORLAQUESIN
OSELEIANENVOZALTADIFICILM
ENTEPODRIANENTENDERCORRE
CTAMENTEELSENTIDODELOSTE
XTOSESCRITOSENELPERGAMINO.
[1] El
primer libro escrito con letra minúscula clara fue el evangelio Uspenskij
(llamado así en honor del archimandrita Porfirio Uspenskij), seguramente
elaborado en el monasterio Stoudios en Constantinopla y data del año 835. “Desde el 850 en adelante, era muy probable
que se utilizara este nuevo tipo de escritura […] y después del año 950 los
libros escritos solo en mayúsculas prácticamente desaparecen. […] Otras mejoras
incluyeron los acentos y los espíritus y los comienzos de lo que hoy llamamos
puntuación” (WATSON, Peter, “Ideas:
Historia intelectual de la humanidad”. Editorial Crítica, Madrid, 2008).
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