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miércoles, 31 de diciembre de 2014

AUTÉNTICA MALA LECHE DE PELIRROJO


Pelirrojo con mala leche (de pelirrojo)

Nadie dijo que iba a ser fácil, es cierto. Cuando nacimos no nos preguntaron si queríamos hacerlo, ni en qué país, ni cuándo. Y, desde el primer momento, para comprobar si respirábamos, lo primero que se le ocurrió al partero o comadrona de turno fue darnos un buen azote en nuestro flamante recién estrenado trasero para hacernos llorar. No se les pasó por la cabeza hacernos cosquillas, por ejemplo, para ver si nos reíamos, qué va. ¡Una buena nalgada! Esa fue nuestra bienvenida al mundo. Y, mientras nosotros llorábamos, todos a nuestro alrededor se reían satisfechos porque estábamos vivos. Si en ese momento tuviésemos conciencia (y, más tarde, memoria) de lo que estaba sucediendo, sin duda hubiésemos podido adivinar lo que se avecinaba: que nos lo iban a poner muy difícil. Aquel manotazo fue un adelanto de los palos que progresivamente iríamos recibiendo a lo largo de la existencia. Pero, en contra de lo que pueden presuponer tantos guantazos a diestra y siniestra, tal vez debemos alegrarnos de llorar, como con el primero, en vez de quejarnos y dolorenos, porque sin duda ello querrá decir que aún seguimos vivos.

Decía Ovidio (Metamorfosis, III, 135): “Esperad siempre a que llegue el último día de un hombre, solo después (…) podréis declarar que fue feliz”.

Pues bien, hoy es nochevieja de 2014, el último día del año. ¿He sido feliz? Como todos los años, ha habido buenos y malos momentos pero, hasta el último día del año, la vida se empeña en ponérnoslo cuanto más difícil mejor. En eso consiste la evolución, porque solo se evoluciona superando las dificultades. O intentándolo al menos.

Pérdida de seres queridos, enfermedades varias, dificultades económicas, amores frustrados, proyectos malogrados, ilusiones rotas. ¿Quién no tiene problemas? Y, por si fuéramos pocos, la abuela Mariana parió a Wert, Gallardón, MontoroMato y a ese lumbreras de Interior que condecora Vírgenes y que tiene unos apellidos tan complicados de recordar —¿López Díez? ¿Díaz Fernández? ¿Fernández López? ¿O era Sánchez?—. Todos tenemos (aparentemente) muchas cosas de las que quejarnos. Sin embargo, soy de los que piensan, como Nietzsche —ya lo siento—, que “lo que no me mata me fortalece”, porque efectivamente nos hacen evolucionar, madurar, adquirir experiencia y crecernos en carácter y personalidad. En fin, yo este año he adquirido un montón de experiencia y supongo que, al final, saldré más fortalecido que nunca.

Pero hoy estoy cabreado, sí. No simplemente enfadado, sino muy cabreado, con la mala leche de los pelirrojos. Mi abuela materna, mamá Pepa, y su familia eran pelirrojos —yo mismo lucí parte de mi barba grana en mis años mozos— y algún gen perdido debe quedar todavía por ahí. Os preguntaréis ¿cómo se cabrean los pelirrojos? Os lo diré: normalmente suelen ser gente pacífica, mujeres y hombres tranquilos, pero, cuando estallan (y quizá por eso mismo), lo hacen como una olla exprés, como una bomba de relojería, como un tsunami que todo lo arrasa. Y no dejan títere con cabeza.

Tengo una actriz fetiche a la que quiero un montón —no voy a decir nombres, porque seguro que la conocéis— y con la que he trabajado varias veces. Además de ser una excelente profesional y una magnífica persona, es una mujer encantadora. ¡Pero pelirroja! Nunca la había visto enfadada —todo lo contrario, es dulce hasta decir basta— hasta que un día alguien le tocó los ovarios más de la cuenta (afortunadamente no fui yo, ¡a Dios gracias!) y me tuvo pegado al teléfono whastappeando improperios todo el trayecto de AVE de Málaga a Madrid. Presumo de tener un léxico amplio y variado, sin embargo reconozco que aprendí muchos soeces e insólitos insultos, que no sabía ni que existían, en esa conversación ferroviaria de dos horas y cincuenta minutos.

Ayer, 30 de diciembre, a las 13:00 horas, recibí una llamada telefónica que me alertaba de que un pago pendiente que tenía que hacerme efectivo este año el Ministerio de Cultura  se había paralizado porque, aunque yo había autorizado a dicho Ministerio a comprobar telemáticamente que estaba al corriente con mis obligaciones con la Agencia Tributaria, el servidor de Hacienda no les entregaba la documentación hasta dentro de 3 a 5 días. No se trataba de que tuviese una deuda, condición que efectivamente hubiese anulado la transacción, sino simplemente que el Ministerio de Hacienda no podía certificar que no la tenía porque por lo visto están de vacaciones. Intenté conseguir uno con la firma electrónica pero, igual que a ellos, la respuesta online fue la misma: "vuelva usted mañana", que diría don Mariano José de Larra. O sea, lo tendrá dentro de 3 a 5 días. En Cultura insistían en que, o se entregaba ya, o perdía toda opción de cobrar porque tenían que cerrar el año contable (solo me quedaría la alternativa de presentar un recurso en el que, demostrando que efectivamente sí estoy al día en mis obligaciones con las instituciones, dentro de 4 o 5 meses resolverían presuntamente a mi favor). Entonces acudí en persona a la Delegación de la Agencia Tributaria pero allí me indicaron que solo podía presentar una solicitud cuya respuesta tardaría unos 10 días en llegarme por correo postal.

Recordé entonces que guardaba en casa uno de esos certificados impresos y salí corriendo para ver qué fecha de validez indicaba. Mi cara de felicidad fue total cuando comprobé que era por un año y no caducaba hasta junio de 2015. El documento fue enviado por mail y me despreocupé de todo. Pero, ya por la tarde, cuando la Delegación de Hacienda estaba cerrada, me respondieron que no les servía porque dicho certificado era para "contratación" pero no para la Administración Pública (cosa que, por cierto, por ningún lado ponía el papel). Con todos los organismos cerrados, alguien me dijo que el día 31 era hábil para entrega de documentación. Pasé la noche sin pegar ojo y a las 9:00 de la mañana de hoy, 31 de diciembre, me personé nuevamente en la Delegación de Hacienda dispuesto a llorarle a quien hiciera falta. Cuando entré, descubrí que no había nadie a quien llorar, tan solo un funcionario en Registro para cuñar y sellar impresos de entrada que en modo alguno podía ayudarme.

Traté de ponerme en contacto otra vez con el Ministerio de Cultura pero, aunque llamamos varias personas insistentemente durante toda la mañana a cinco números de teléfonos distintos, no conseguimos que se pusiera al aparato ser humano alguno porque solo salía un mensaje grabado en un contestador.

Desesperado, redactamos un escrito alegando todo lo que estaba sucediendo y que si no disponía de ese certificado, no era por tener contraídas deudas administrativas sino por causas burocráticas totalmente ajenas a mi voluntad. A las 12:30 más o menos, lo entregué en el Registro del Gobierno Civil. No satisfecho, a continuación llamé a mi abogado para ver las implicaciones que aquello podía acarrearme. Con muy buen tino, este me sugirió la posibilidad de redactar una Declaración Jurada en la que expusiera de nuevo que me hallaba al corriente de mis obligaciones tributarias en el plazo establecido y que, en cuanto me diesen el documento, lo entregaría. A las 14:30 regresé nuevamente al registro del Gobierno Civil. ¡Cerrado a cal y canto! En la puerta un cartel informaba: “Abierto de lunes a viernes de 9:00 a 17:30 y los sábados de 9:00 a 14:00”. Por lo visto, hoy miércoles, es sábado para la Administración. Por consejo de mi abogado, me dirigí a la central de Correos que está justo enfrente, con ánimo de enviar la Declaración Jurada mediante un Certificado Administrativo. ¡También cerrada! Solo dos oficinas —en sendos centros comerciales— están hoy abiertas hasta las 20:00 h. Salí disparado a la oficina de correos de El Corte Inglés y a las 15:30 h, conseguí enviar la declaración previo pago de las tasas correspondientes.

A las 16:00 h llegué a casa agotado y hastiado, con la sensación de haberme convertido en un nuevo George Bailey —el protagonista de ¡Qué bello es vivir!— pero, a diferencia de él, no me esperaban todos los vecinos para abonar a escote el pago pendiente. De modo que, hoy, ningún ángel del tres al cuarto se va a ganar sus puñeteras alas.

Me puse a escribir esta entrada en el blog y, cuando son casi las 19:00 h, todavía sin haber comido, he recordado que es fin de año y he perdido miserablemente toda la jornada. Quería haber dedicado el día a felicitar el año nuevo a mis amigos, conocidos y allegados pero, visto lo visto, me han robado el tiempo y se me han quitado las ganas. Disculpadme. El viernes día 2 a las 9:00 de la mañana tengo que volver a Hacienda para ver si algún alma caritativa (o algún amigo) puede darme el dichoso certificado, con la incertidumbre de no saber si he perdido definitivamente la opción de cobrar o, en el mejor de los casos, de que se demore el pago otros cinco meses hasta que resuelvan el recurso.

Si habéis llegado hasta aquí, ahora os lanzo una advertencia: saltaos el siguiente párrafo si os consideráis personas respetables que no deseáis leer groserías, pues no querría por nada del mundo herir vuestra sensibilidad.

Esta noche no voy a tomar las uvas porque se me atragantarían. En lugar de eso, me tomaré un cóctel de Lexatín y Alprazolám, regados con cava catalán, y me meteré en la puta cama para ver si duermo del tirón hasta el viernes. Las uvas, por lo que a mí respecta, se las puede meter el cenutrio de Montoro por donde le quepan (mejor por la uretra que por el culo) y que celebre él el año de mierda que nos han hecho vivir Alibabá y toda su banda de 40 ladrones. Si os topáis con ellos, apretaos los esfínteres porque os querrán encular seguro.

El parágrafo anterior, señoras y señores, es exactamente la manifestación verbal de la auténtica mala leche del pelirrojo.

No obstante, gracias María, Javier, Sonia, Laura, Fernando, Esther y José, por todo lo que me habéis ayudado con las gestiones ayer y hoy. A ver si sirven de algo.

Y ¡adiós 2014!, no te echaré de menos. Me lo has puesto difícil hasta el jodido último día. No podía tener otro final más difícil este año.

Claro que, como decía aquel simpático botones hindú del Hotel Marigold: “todas las historias acaba siempre con un final feliz y, si no es así, es porque todavía no es el final”.

Así que... ¡sed felices, coño!

miércoles, 24 de diciembre de 2014

NAVIDAD IMPREVISIBLE


Navidad rima en asonante con Paz.

Hoy será una nochebuena triste. Esta noche es cuando más se va a notar la honda ausencia que ha dejado mi madre hace poco más de dos semanas. Pero la tristeza, como la alegría, son sentimientos naturales y, de la misma manera que sé que se aprende más de los fracasos que de los éxitos, siento también que la melancolía nos hace más tiernamente humanos que el regocijo. No quiero, sin embargo, desaprovechar esta fecha para contaros una historia real que, espero, llegue a vuestros corazones y sea acicate para la reflexión.

Cumplí mi servicio militar en Barcelona, allá por los ya lejanos años 83-84 del siglo pasado. Concretamente en la 42ª Cia. de Policía Militar del Regimiento de Infantería “Jaen 25”, con base en el cuartel del Bruch, en Pedralbes.

En el Cuartel del Bruch (Barcelona, 1983), cumpliendo mi servicio militar en la PM.

Tuve la suerte de tener muchos permisos pues, en el año exacto que duró mi mili, cada 42 días de servicio me daba derecho a 21 de permiso. Para ir a casa desde Barcelona a Coruña, utilizaba un tren expreso que tardaba —si no había retraso, que casi siempre lo había— veintidós horas en hacer todo el recorrido y que popularmente se conocía desde tiempos inmemoriales con el sugestivo nombre de “Shanghai Express”.

El "Shanghai Express", inaugurado en 1951, que cubría el trayecto entre
A Coruña/Vigo y Barcelona en 22 horas.

Viajaba siempre en segunda con litera, en unos compartimentos para seis personas en los que, al llegar la noche, se habilitaban otros tantos catres donde podíamos echar una cabezada en posición horizontal entre estación y estación.


Compartimento para 6 personas con litera, parecido al del expreso Barcelona-A Coruña.

Recuerdo perfectamente mi permiso de navidad de ese año, 1983. Al llegar a Zaragoza, todavía de día, se subió al tren un anciano que iba hasta Palencia. Se sentó a mi lado y, al ver que yo era quinto (viajábamos vestidos de uniforme), se puso a charlar conmigo. Me contó que su “servicio militar” fue la guerra civil y, siendo poco más que un adolescente, se alistó en el Ejército Popular de la República con el cual luchó, entre otras, en la batalla de Teruel. Así, las segundas navidades de la guerra, diciembre del 37, le tocó sitiar la capital turolense en poder de los sublevados o Ejército Nacional. Él era uno de los cornetas de su regimiento. Llevaban ya una semana de sitio, desde el 15 de diciembre, con unas condiciones climáticas durísimas, cuando por fin el día 22 los republicanos lograron conquistar la ciudad. A partir de ese momento, los sitiadores se instalaron dentro y fueron sitiados a su vez por los nacionales que comenzaban desde fuera a reorganizar la contraofensiva para reconquistar la plaza. Pero durante la siguiente semana, es decir, los días de navidad, hubo una tregua tácita.

Soldados del Ejército Republicano en el sitio de Teruel (diciembre 1937)

Y en esos días se forjó lo imprevisible: a la medianoche del día de Nochebuena, un corneta de los nacionales comenzó a improvisar desde las trincheras del exterior de la ciudad un villancico, en concreto "Adestes Fideles". En ese momento, sin pensárselo dos veces, él comenzó a tocar desde dentro del cerco el mismo tema, lo más alto que pudo, a pleno pulmón, con los labios entumecidos y reventados por el frío pegados a la boquilla de su instrumento. Antes de que el capitán republicano de su compañía pudiese llegar hasta allí para ordenarle parar, a los dos cornetas se les unieron otros desde distintos puntos de ambos bandos, y a las cornetas les siguieron los tambores, dentro y fuera del sitio, cada vez mayor número de ellos, en un imponente in crescendo que rozó el delirio, llenando juntos de magia aquella gélida nochebuena aragonesa del 37, en un silencio absoluto de tropas y mandos que solo fue roto al final por los aplausos y vítores de unos y otros contendientes.

A la mañana siguiente, día Navidad, aún vigente la tregua, soldados de uno y otro ejército fueron autorizados por sus oficiales a encontrarse en tierra de nadie para intercambio de alimentos y, sobre todo, de picadura de tabaco —en aquel momento proveniente de Canarias, en el bando nacional— por papel de liar —que venía de la fábrica de Valencia, en el bando republicano—. Los soldados aprovecharon el breve encuentro para fumar juntos amigablemente y darse noticias de un lado y otro de las líneas. El día 29 de diciembre comenzaron de nuevo las hostilidades con una carga de caballería de los sublevados que fue, por cierto, la última de la historia que se produjo en territorio español.

Carga de caballería del Ejército Nacional (diciembre, 1937) en el cerco de Teruel.

Sin embargo, el anciano me dijo que desde entonces tuvo claro que las guerras las montan algunos militares y políticos y, si acaso, los hombres de finanzas que siempre sacan tajada de ellas. Pero que sabía que la mayoría de la gente del pueblo era gente de paz a la que solo se le podía acusar de dejarse llevar por estos poderosos pero que, sin ellos, bien podrían haber convivido. Porque, por muy distintas que fuesen sus ideas, sus creencias y su ideología, siempre encontrarían un villancico que tocar al unísono y un trozo de tierra de nadie donde echar juntos un pitillo.

Yoko y Lennon con el cartel "La guerra ha terminado (si tú quieres)", Navidad de 1969.

Al descubrir hoy un anuncio sobre un hecho real acontecido en la Primera Guerra Mundial, cuyo enlace os dejo abajo, aquel anciano y su historia volvieron a mi memoria, uniendo así de forma mágica las trágicas navidades de 1914 y del 37, con las del 83 y 2014. ¡Qué poco hemos cambiado en cien años!

Para ver anuncio navideño oficial de 2014 de Sainsbury's (cadena de supermercados británica), haz clic aquí.

Con este recuerdo y este anuncio os deseo una muy feliz Navidad a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que amáis la paz y la convivencia por encima de vuestras ideas y vuestras creencias. ¡Sed felices!

sábado, 20 de diciembre de 2014

Fe, sabiduría, felicidad y, sobre todo, tiempo.


Como Paul Newman, despejando torpemente fórmulas en "Cortina rasgada" 
(A. Hitchcock, 1966), hoy me he inventado unas cuantas ecuaciones.

Es muy difícil sacudirse la tristeza después de una pérdida tan grande como la de una madre. Y las fechas navideñas no ayudan porque tradicionalmente son unos días en los que el mundo se detiene para que la gente pueda volver al hogar al encuentro de los suyos. Si todas las ausencias son irreparables, cuando la familia es pequeña, el hueco que queda se hace aún más enorme.

Buscando el consuelo, vino a mi memoria y a mi corazón un sentimiento que experimenté en las exequias de mi tío-abuelo Venancio Blanco uno de los fundadores de la Iglesia Evangélica de Ourense, allá en otoño de 1985. Recuerdo las conversaciones que siendo casi un adolescente tuve con él más de una tarde en su casa. Mejor dicho, recuerdo sus lecciones, porque yo me limitaba a escuchar y absorber su saber como un discípulo bien disciplinado. Era tan grande su fe y tanta seguridad tenía depositada en sus sólidas creencias, que la muerte no constituía en modo alguno un drama, sino más bien un merecido premio al final de una larga carrera de obstáculos.

Mi tío Venancio en sus años mozos (1935)

En el panegírico que se leyó en su ceremonia de despedida —gracias, Ana por enviármelo— escuché estas palabras: “Quién soy, de dónde vengo y a dónde voy, son las tres preguntas básicas que cada ser humano se plantea en su vida. La persona cuya memoria recordamos con profundo afecto, supo planteárselas seriamente y afrontar con valentía todas sus implicaciones. Por esta razón, la muerte no significó para ella esa honda angustia que aterroriza a tanta gente en la reválida suprema de su vivir, sino muy al contrario significó la meta soñada de la patria celestial, la ciudad del Dios vivo”.

Nunca podré agradecer suficientemente al tío Venancio aquellas charlas en su casa porque, gracias a ese poso, el día de su despedida, por unos segundos, también yo tuve fe, una fe inquebrantable y férrea como la que él profesaba. Dicen que la fe es un don de Dios, se tiene o no se tiene. Pues, durante aquellos segundos, sentí como si Dios me concediera el mismo don que le otorga a los santos, a los profetas, a los creyentes más firmes. Es cierto que no pude retenerla mucho tiempo y terminó por escurrírseme de entre las manos, dejando un vacío como el que dejan las mariposas que escapan batiendo sus alas del estómago del enamorado que creyó tener un amor y lo perdió. Y, sin embargo, lo experimenté. Luego, existe. Gracias, tío Venancio.

Salvando las lógicas y titánicas distancias que separan teología y ciencia, sentí una emoción sensorial parecida leyendo “Sobre la teoría de la relatividad" de Albert Einstein, que más que físico era un gran pensador, como Kant fue matemático antes que filósofo. Fue Einstein quien formuló la que posiblemente sea la ecuación más conocida del mundo, aquella que establece la relación entre la masa y la energía o, lo que es lo mismo, E = mc2.

El entrañablemente irreverente Albert Einstein anticipándose muchos años a Miley Cyrus.

Leí el libro lentamente, avanzando muy despacio, como el niño que aprende sus primeras palabras. La mayoría de las veces, releía cada párrafo dos, tres y hasta en cuatro ocasiones después de la primera lectura. En un momento determinado, tuve una de esas epifanías en las que, durante escasos segundos, comprendí —o creí comprender, más bien– en qué consistía su proposición. Me resulta muy difícil describir el gozo que percibí en ese instante. Por unos segundos me sentí a la altura de uno de los cerebros más privilegiados que ha dado la humanidad. Sin embargo, tal percepción fue efímera y, lo mismo que intentar atrapar un suspiro o pellizcar una pompa de jabón, fui incapaz de aferrarme a ella ni un minuto. Aquella sensación de sabiduría huyó de mi intelecto tan rápido que no me quedó otra alternativa que resignarme a continuar igual que al principio, es decir, ignorante. Y, sin embargo, la comprendí. Luego también existe. Gracias, señor Einstein.

Hablando de ecuaciones, el enunciado “la comedia es igual a tragedia más tiempo” tiene muchos padres, desde Ernst Lubitsch a Woody Allen, pasando por Lenny Bruce, Peter Bogdanovich o Billy Wilder, ese dios profano a quién Fernando Trueba agradeció su Oscar por "Belle Epoque". Aunque sé que la frase no se refiere al tiempo como magnitud física que mide el paso de las horas o años, sino al tempo o ritmo que se le imprime a la acción al narrarla, bien podía aplicarse también a la vida —de forma similar a esa otra sentencia que afirma que “el tiempo todo lo cura”—, reduciéndola a la fórmula: C = T + t.

Wilder dirigiendo a Lemmon en "El apartamento" (1960), el mejor ejemplo de cómo
un argumento dramático puede convertirse en comedia si le imprimes el ritmo adecuado.

Aceptando como válida esta teoría, cualquier tragedia o drama (T), con tiempo (t) —y con el ritmo adecuado, claro—, se podría convertir en comedia (C). Y esto es así de la misma forma que la memoria, que es selectiva, acaba desechando con el paso del tiempo los malos momentos y recordando solo los buenos (o incluso los malos pero con humor). Si despejamos la ecuación, también podríamos formular su inversa, o sea, que T = C - t, es decir, una tragedia es solo una comedia sin tiempo (para asimilarla). En eso consiste precisamente el mayor mal de nuestra época: la ansiedad, la angustia, el estrés. En la incertidumbre que produce especular qué pasará mañana o rememorar con compunción lo que pasó ayer, sin saborear y apreciar lo que está pasando ahora, cuando ni mañana ni ayer existen, porque solo existe el omnipresente hoy que tan irresponsablemente malgastamos como si fuese eterno.

Pero lo más curioso es cuando se despeja el tiempo: t = C - T. El tiempo es igual a la comedia menos la tragedia. Creo que hay algo de verdad en ello. El tiempo, esta vez sí como magnitud física, aunque irreal, inventada por el género humano para ordenar la vida y la historia y poder relacionarse y sobrevivir, es en realidad una dimensión individual, ya que el único y verdadero tiempo que existe es el de cada uno, el que cada persona disfruta en vida, pues el mundo (y su tiempo) termina para cada individuo el día de su muerte. Todos aspiramos a que ese lapso desde el principio al fin de los tiempos, de nuestro tiempo individual, sea cuanto sea el que nos toque en suerte, esté lleno de felicidad, representada en nuestra fórmula por la comedia. Y precisamente en atrapar esa felicidad efímera consiste el objetivo de la vida. Por ello, para aferrarse a la comedia existencial, a la felicidad, aunque sea escasos instantes —como me paso a mí con la fe o la sabiduría, una única vez en la vida, pero suficiente para saber que existen—, hay que intentar restar todo lo que de drama y tragedia, de angustia o ansiedad, tiene nuestra existencia.

Y es que no hay peor pecado que la infelicidad, el pesimismo, el derrotismo, el victimismo. Ya Dante, en su Canto III de la Divina Comedia, a los primeros pecadores que se encuentra nada más cruzar la puerta del Averno —sobre cuyo dintel puede leerse: "¡Perded toda esperanza los que aquí entráis!"— y embarcarse por aguas del Aqueronte al primer Círculo del Infierno, es a los desgraciados e "infelices, que nunca estuvieron vivos", dice, condenados a vagar desnudos, acosados por moscones y avispas mientras la sangre les riega el rostro lleno de lágrimas que, a sus pies, recogen asquerosas lombrices. Esa es la alegórica condena, según el poeta florentino, a los que en esta vida vivieron tristes y se dejaron consumir por el pesimismo y la infelicidad, porque no supieron apreciar “en el dulce aire que del sol se alegra” el gozo de todo lo que ha sido puesto a nuestra disposición bajo el sol que nace cada día en el horizonte.

Retrato de Dante Alighieri pintado por Sandro Botticelli.

O, como, escribió Bill Bryson en su "Una breve historia de casi todo": "para que estés ahora aquí, tuvieron que agruparse de algún modo (…) billones de átomos errantes. Es una disposición tan especializada y tan particular que nunca se ha intentando antes y que solo existirá esta vez. (…) Durante el período de tu existencia, tus átomos responderán a un único impulso riguroso: que tú sigas siendo tú (…) La mala noticia es que los átomos son inconstantes y su tiempo de devota dedicación es fugaz. Incluso una vida humana larga solo suma unas 650.000 horas (…) Entonces se dispersan silenciosamente y se van a ser otras cosas. Y se acabó todo para ti. De todos modos, debes alegrarte de que suceda. (…) Lo único especial de los átomos que te componen, es que te componen. Ese es, por supuesto, el milagro de la vida. (…) Tenemos mucho camino por recorrer y mucho menos de 650.000 horas para hacerlo, de modo que empecemos de una vez.”

Un libro divulgativo lleno de optimismo, altamente recomendable.

Haciendo un cálculo rápido, a estas alturas de la película, yo ya he consumido más de 450.000 de mis horas. Con suerte, me quedan poco más de 200.000. No obstante, tiempo más que suficiente para convertir cualquier drama en comedia y sentir la felicidad, aunque sea huidiza y termine escapándosenos. Porque si la sentimos, existe. Thank you, Mr. Wilder.

Así que, hoy y siempre, más que nunca, no perdáis ni una puñetera hora. ¡Y sed felices!

"Vulnerant Omnes, Ultima Necat". Todas hieren, la última mata.
De modo que ¿a qué estás esperando?