Siempre que termino un guion lo imprimo para leerlo en papel y corregirlo
con bolígrafo rojo, síndrome de viejo profesor. Así, negro sobre blanco en una
cuartilla, veo mejor los fallos. O eso me parece. Esta mañana estaba
imprimiendo la primera versión de uno de esos borradores cuando mi impresora se
quedó sin tinta nada más empezar. Salí de casa para comprar un cartucho nuevo y
me di cuenta de que, en poco más de una semana, será Nochebuena. Me acordé
porque la fachada de El Corte Inglés, que es adonde me dirigí a hacer mi compra,
lleva ya muchos días engalanada con luces navideñas. Entonces pensé que estas serán unas navidades
tristes, sin espíritu navideño, sin árbol, ni belén ni villancicos. Sin mamá.
Para mí, desde siempre, el espíritu navideño está personificado en Clarence,
el ángel que se ganaba sus alas ayudando a George Bailey en "¡Qué bello es vivir!"
Hacía frío y llovía, de modo que aceleré el paso para entrar
cuanto antes por la puerta lateral que da a la coruñesa calle del Alcalde Pérez
Ardá. Pero, en la entrada, como si de un cuento de Charles Dickens se tratase,
me paró un joven con aspecto sucio y desaliñado. Tendría unos treinta años,
barba de varios días y mal aspecto. Enfundado en un anorak viejo con algún
costurón y con la capucha echada sobre la cabeza para protegerse del frío, se dirigió a mí educadamente
para pedirme un favor. De entrada me dijo que no quería dinero, pero yo alegué
prisa y no me detuve a escuchar lo que necesitaba, apresurando aún más mi paso e
imaginando que, aunque siempre empezaban así, sería uno de esos pedigüeños que
se colocan estratégicamente en los alrededores de las estaciones de tren o
autobús (frente a esa puerta de El Corte Inglés está precisamente la estación
de autobuses de A Coruña) para decir que les faltan un par de euros para ir a Ferrol
—sí, ya me han parado tres veces y las tres iban supuestamente a Ferrol—. Un
pequeño timo.
El Corte Inglés de A Coruña con la decoración navideña del año pasado.
Antes de cruzar el umbral de la puerta, me giré un tanto y vi por
el rabillo del ojo que le acompañaba una chica aún más joven que él, también de
aspecto desaseado y famélico, a la que acarició con rostro triste. Aquel gesto me conmovió. Ya dentro, lo primero
que sentí fue el calor de la calefacción y un villancico navideño que en ese
momento sonaba en el hilo musical de la planta baja del local. Por todas partes
había arbolitos, guirnaldas y demás decoración navideña. Me acordé entonces del proyecto que me contó mi amiga Amanda Ortega de fotografiar a los homeless por España adelante, para visibilizar el problema y concienciar a la sociedad. Pero recordé también a Ebenezer
Scrooge, el egoísta y avaro personaje de “Canción de Navidad” de Dickens. Evoqué
además las Navidades del 2012 en las que rodamos un cuento navideño para un
episodio de la webserie “Joke Business”, de los amigos Déborah Vukusic e Israel
Nava —que, por cierto, pronto podréis ver—, en el que precisamente interpreto,
en un inverosímil cameo, a un remedo de Clarence, el ángel que debía ganarse
sus alas en “¡Qué bello es vivir!”, mezclado con los fantasmas de las navidades
del pasado, del presente y del futuro o, mejor aún, de “Los fantasmas atacan al
jefe” que, en vez de a Bill Murray, en este caso acosaban a Israel y Déborah.
Me detuve y, como si los espíritus de Dickens o Frank Capra me
arrastrasen sin poder evitarlo, me di la vuelta y volví a salir. Me acerqué a
la pareja y les pregunté que, puesto que no querían dinero, qué querían. El
chico me dijo que necesitaban una lata de Nutrilón 2, que la vendían en la parafarmacia, entrando a mano izquierda.
No tengo niños y no había oído en mi vida ese nombre, por lo que
si me hubiesen dicho que era vigorizante sexual me lo hubiese creído también.
Pero de todas formas entré de nuevo y le conté a la dependienta lo que me había
sucedido y si existía esa marca y qué era. Me dijo que sí existía y era leche
en polvo para bebés de 6 a 12 meses. No pude negarme, 14,95 euros. Compré la lata, salí nuevamente
a la calle y se la entregué a la pareja.
No sé si realmente tenían un bebé o si se dedicaban al estraperlo
de alimentos infantiles. Qué más da. En cualquier caso sería por necesidad.
Lo que sí sé es que me alejé de allí con ganas de llorar, pensando
que la última vez que tuve que entrar en un supermercado a comprar comida para una
familia que la necesitaba para su hijo fue en La Habana en el 1993. Me
pregunté, como Zavalita se preguntaba sobre el Perú de la dictadura, ¿en qué
momento se jodió España? Pensé que efectivamente serán unas navidades tristes
para muchas personas. Pero también pensé que seguramente habría mucha gente que
hubiese hecho lo mismo y sin dudar, como yo dudé. Pensé que el mundo está lleno
de buenas personas que no les hace falta escuchar villancicos, ni montar
guirnaldas ni arbolitos, ni recordar cuentos o películas navideñas para
colaborar generosamente todo el año en bancos de alimentos, oenegés e instituciones públicas
y privadas, tratando de llevar un poco de calor humano a la fría calle donde viven los que no tiene casa donde vivir.
Pensé todo esto mientras regresaba a casa. Y al llegar recordé que
no había comprado el cartucho de tinta. De modo que no pude imprimir el guion. Aunque, gracias a que yo me quedé sin tinta, tal vez esta noche un niño pueda tomar su leche.
Lo mejor de la Navidad (aunque sea triste) sería
que su espíritu pudiese durar todo el año. Sed felices.
Ángeles como tu, de muchas y grandas alas, hacen revivir el espíritu navideño. Bátelas fuerte para que no decaiga, para insuflarnos un mínimo de ilusión.
ResponderEliminarGracias. Aunque siento, como Clarence, que todavía no me he ganado las alas. Haré lo que pueda para seguir intentándolo ;)
Eliminar