Como Paul Newman, despejando torpemente fórmulas en "Cortina rasgada"
(A. Hitchcock, 1966), hoy me he inventado unas cuantas ecuaciones.
Es muy difícil sacudirse la tristeza después de una pérdida tan grande como
la de una madre. Y las fechas navideñas no ayudan porque tradicionalmente son
unos días en los que el mundo se detiene para que la gente pueda volver al
hogar al encuentro de los suyos. Si todas las ausencias son irreparables,
cuando la familia es pequeña, el hueco que queda se hace aún más enorme.
Buscando el consuelo, vino a mi memoria y a mi corazón un sentimiento que
experimenté en las exequias de mi tío-abuelo Venancio Blanco —uno de los
fundadores de la Iglesia Evangélica de Ourense—, allá en otoño de 1985. Recuerdo
las conversaciones que siendo casi un adolescente tuve con él más de una tarde
en su casa. Mejor dicho, recuerdo sus lecciones, porque yo me limitaba a
escuchar y absorber su saber como un discípulo bien disciplinado. Era tan grande su
fe y tanta seguridad tenía depositada en sus sólidas creencias, que la muerte
no constituía en modo alguno un drama, sino más bien un merecido premio al
final de una larga carrera de obstáculos.
Mi tío Venancio en sus años mozos (1935)
En el panegírico que se leyó en su ceremonia de despedida —gracias, Ana por
enviármelo— escuché estas palabras: “Quién soy, de dónde vengo y a dónde voy,
son las tres preguntas básicas que cada ser humano se plantea en su vida. La
persona cuya memoria recordamos con profundo afecto, supo planteárselas
seriamente y afrontar con valentía todas sus implicaciones. Por esta razón, la
muerte no significó para ella esa honda angustia que aterroriza a tanta gente
en la reválida suprema de su vivir, sino muy al contrario significó la meta
soñada de la patria celestial, la ciudad del Dios vivo”.
Nunca podré agradecer suficientemente al tío Venancio aquellas charlas en
su casa porque, gracias a ese poso, el día de su despedida, por unos segundos, también
yo tuve fe, una fe inquebrantable y férrea como la que él profesaba. Dicen que
la fe es un don de Dios, se tiene o no se tiene. Pues, durante aquellos
segundos, sentí como si Dios me concediera el mismo don que le otorga a los
santos, a los profetas, a los creyentes más firmes. Es cierto que no pude
retenerla mucho tiempo y terminó por escurrírseme de entre las manos, dejando
un vacío como el que dejan las mariposas que escapan batiendo sus alas del
estómago del enamorado que creyó tener un amor y lo perdió. Y, sin embargo, lo
experimenté. Luego, existe. Gracias, tío Venancio.
Salvando las lógicas y titánicas distancias que separan teología y ciencia,
sentí una emoción sensorial parecida leyendo “Sobre la teoría de la
relatividad" de Albert Einstein, que más que físico era un gran pensador,
como Kant fue matemático antes que filósofo. Fue Einstein quien formuló la que
posiblemente sea la ecuación más conocida del mundo, aquella que establece la
relación entre la masa y la energía o, lo que es lo mismo, E = mc2.
El entrañablemente irreverente Albert Einstein anticipándose muchos años a Miley Cyrus.
Leí el libro lentamente, avanzando muy despacio, como el niño que aprende
sus primeras palabras. La mayoría de las veces, releía cada párrafo dos, tres y
hasta en cuatro ocasiones después de la primera lectura. En un momento
determinado, tuve una de esas epifanías en las que, durante escasos segundos,
comprendí —o creí comprender, más bien– en qué consistía su proposición. Me
resulta muy difícil describir el gozo que percibí en ese instante. Por unos
segundos me sentí a la altura de uno de los cerebros más privilegiados que ha
dado la humanidad. Sin embargo, tal percepción fue efímera y, lo mismo que
intentar atrapar un suspiro o pellizcar una pompa de jabón, fui incapaz de aferrarme
a ella ni un minuto. Aquella sensación de sabiduría huyó de mi intelecto tan
rápido que no me quedó otra alternativa que resignarme a continuar igual que al
principio, es decir, ignorante. Y, sin embargo, la comprendí. Luego también
existe. Gracias, señor Einstein.
Hablando de ecuaciones, el enunciado “la comedia es igual a tragedia más
tiempo” tiene muchos padres, desde Ernst Lubitsch a Woody Allen, pasando por Lenny
Bruce, Peter Bogdanovich o Billy Wilder, ese dios profano a quién Fernando
Trueba agradeció su Oscar por "Belle Epoque". Aunque sé que la frase
no se refiere al tiempo como magnitud física que mide el paso de las horas o
años, sino al tempo o ritmo que se le imprime a la acción al narrarla, bien
podía aplicarse también a la vida —de forma similar a esa otra sentencia que
afirma que “el tiempo todo lo cura”—, reduciéndola a la fórmula: C = T + t.
Wilder dirigiendo a Lemmon en "El apartamento" (1960), el mejor ejemplo de cómo
un argumento dramático puede convertirse en comedia si le imprimes el ritmo adecuado.
Aceptando como válida esta teoría, cualquier tragedia o drama (T), con
tiempo (t) —y con el ritmo adecuado, claro—, se podría convertir en comedia (C).
Y esto es así de la misma forma que la memoria, que es selectiva, acaba
desechando con el paso del tiempo los malos momentos y recordando solo los
buenos (o incluso los malos pero con humor). Si despejamos la ecuación, también
podríamos formular su inversa, o sea, que T = C - t, es decir, una tragedia es solo
una comedia sin tiempo (para asimilarla). En eso consiste precisamente el mayor
mal de nuestra época: la ansiedad, la angustia, el estrés. En la incertidumbre
que produce especular qué pasará mañana o rememorar con compunción lo que pasó
ayer, sin saborear y apreciar lo que está pasando ahora, cuando ni mañana ni
ayer existen, porque solo existe el omnipresente hoy que tan irresponsablemente
malgastamos como si fuese eterno.
Pero lo más curioso es cuando se despeja el tiempo: t = C - T. El tiempo es
igual a la comedia menos la tragedia. Creo que hay algo de verdad en ello. El
tiempo, esta vez sí como magnitud física, aunque irreal, inventada por el
género humano para ordenar la vida y la historia y poder relacionarse y
sobrevivir, es en realidad una dimensión individual, ya que el único y verdadero
tiempo que existe es el de cada uno, el que cada persona disfruta en vida, pues
el mundo (y su tiempo) termina para cada individuo el día de su muerte. Todos
aspiramos a que ese lapso desde el principio al fin de los tiempos, de nuestro
tiempo individual, sea cuanto sea el que nos toque en suerte, esté lleno de felicidad,
representada en nuestra fórmula por la comedia. Y precisamente en atrapar esa
felicidad efímera consiste el objetivo de la vida. Por ello, para aferrarse a la
comedia existencial, a la felicidad, aunque sea escasos instantes —como me paso
a mí con la fe o la sabiduría, una única vez en la vida, pero suficiente para
saber que existen—, hay que intentar restar todo lo que de drama y tragedia, de
angustia o ansiedad, tiene nuestra existencia.
Y es que no hay peor pecado que la infelicidad, el pesimismo, el
derrotismo, el victimismo. Ya Dante, en su Canto III de la Divina Comedia, a
los primeros pecadores que se encuentra nada más cruzar la puerta del Averno —sobre
cuyo dintel puede leerse: "¡Perded toda esperanza los que aquí
entráis!"— y embarcarse por aguas del Aqueronte al primer Círculo del
Infierno, es a los desgraciados e "infelices, que nunca estuvieron
vivos", dice, condenados a vagar desnudos, acosados por moscones y avispas
mientras la sangre les riega el rostro lleno de lágrimas que, a sus pies,
recogen asquerosas lombrices. Esa es la alegórica condena, según el poeta florentino, a
los que en esta vida vivieron tristes y se dejaron consumir por el pesimismo y
la infelicidad, porque no supieron apreciar “en el dulce aire que del sol se
alegra” el gozo de todo lo que ha sido puesto a nuestra disposición bajo el sol
que nace cada día en el horizonte.
Retrato de Dante Alighieri pintado por Sandro Botticelli.
O, como, escribió Bill Bryson en su "Una breve historia de casi
todo": "para que estés ahora aquí, tuvieron que agruparse de algún
modo (…) billones de átomos errantes. Es una disposición tan especializada y
tan particular que nunca se ha intentando antes y que solo existirá esta vez.
(…) Durante el período de tu existencia, tus átomos responderán a un único
impulso riguroso: que tú sigas siendo tú (…) La mala noticia es que los átomos
son inconstantes y su tiempo de devota dedicación es fugaz. Incluso una vida
humana larga solo suma unas 650.000 horas (…) Entonces se dispersan
silenciosamente y se van a ser otras cosas. Y se acabó todo para ti. De todos
modos, debes alegrarte de que suceda. (…) Lo único especial de los átomos que
te componen, es que te componen. Ese es, por supuesto, el milagro de la vida.
(…) Tenemos mucho camino por recorrer y mucho menos de 650.000 horas para
hacerlo, de modo que empecemos de una vez.”
Un libro divulgativo lleno de optimismo, altamente recomendable.
Haciendo un cálculo rápido, a estas alturas de la película, yo ya he
consumido más de 450.000 de mis horas. Con suerte, me quedan poco más de
200.000. No obstante, tiempo más que suficiente para convertir cualquier drama
en comedia y sentir la felicidad, aunque sea huidiza y termine escapándosenos.
Porque si la sentimos, existe. Thank you, Mr. Wilder.
Así que, hoy y siempre, más que nunca, no perdáis ni una puñetera hora. ¡Y
sed felices!
"Vulnerant Omnes, Ultima Necat". Todas hieren, la última mata.
De modo que ¿a qué estás esperando?
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