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domingo, 26 de octubre de 2014

Mis problemas con los cambios de hora y otras confesiones extraordinarias.


Cada vez que cambian la hora me siento como Harold Lloyd en "El hombre mosca".

Durante mucho tiempo pensé que era disléxico pero con los años he descubierto que lo llaman bilateralidad o disfunción lateral. Pero, sí, confundo la derecha con la izquierda. Entiéndaseme bien, sé perfectamente dónde está la derecha y dónde la izquierda. Mi mano derecha es con la que empuño el bolígrafo para escribir o el lápiz para dibujar, y la izquierda la que queda del lado del corazón, si es que el corazón queda a la izquierda. Pero si alguien me pregunta en la calle, por ejemplo, "¿me haría el favor de decirme dónde esta la playa de Riazor?", yo le señalo bien, con las manos, dirigiéndole hacia la izquierda, por ejemplo, pero al mismo tiempo le digo: "tome usted la primera a la derecha y siga recto", de modo que si mi interlocutor obedece a mis gestos encontrará pronto la playa, agradecido de mi amabilidad. Pero si hace caso de mis indicaciones verbales se irá directamente en dirección contraria, mentando a todos mis muertos cuando, después de un largo paseo, descubra que lo he mandado a tomar viento a la farola.

De la misma forma, si voy conduciendo y mi tomtom me va indicando de viva voz "próxima salida a la derecha", necesariamente tengo que mirar la pantalla -que marca claramente esa dirección- para no invadir el carril de la izquierda y liarla parda.

Tal problema me sirvió de perfecto conflicto para provocar el arranque de mi película "Los muertos van deprisa" cuando Irene, camionera interpretada por una excelente Neus Asensi en busca de Fariño do Mar -un imaginario pueblo costero gallego al que se dirigía a cargar marisco-, preguntaba al pescador disléxico Ramón -magníficamente interpretado por el fallecido Xosé Manuel Olveira "Pico", por el que consiguió el premio Mestre Mateo de 2009 al Mejor Actor de Reparto- por dónde se llegaba al puerto, éste le indicaba que tomando en el siguiente cruce el desvío de la izquierda (cuando quería decir "derecha"), provocando que el camión quedase atascado en un estrecho puente en el centro de Fariño -en la realidad, Rinlo (ayuntamiento de Ribadeo)- justo el día que por ahí tenía que pasar la comitiva fúnebre del padre del patrón mayor de la cofradía de mariscadores, patrón al que daba vida el gran Chete Lera. Lío montado, claro, que era de lo que se trataba en la comedia.
El pescador disléxico Ramón -interpretado por el entrañable Pico- después de liarla.

Tengo la sospecha de que la mayor parte de los políticos también confunden los términos y por eso en Cataluña, verbigracia, Artur Mas y Oriol Junqueras han terminado siendo extraños compañeros de cama. Pero ése es ya otro asunto y tal vez otro tipo de disfunción.

Pero no terminan aquí mis problemas cognitivos. Desde siempre también confundo dos guarismos: el "6" y el "9". Me di cuenta cuando de niño, en el colegio, las soluciones a cualquier problema de matemáticas siempre arrojaban una diferencia errónea de "3", por exceso o defecto. Cuando repasaba las operaciones para ver dónde me había equivocado siempre descubría un seis o un nueve bailados. Es decir, digo -y pienso- seis pero escribo nueve. Y viceversa. Del mismo modo, si le pido su teléfono a alguien y me dice que su número es 696 869 963 o similar, acabo dándole el mío y pidiéndole que me mande su contacto por whastapp porque soy incapaz de escribir correctamente semejante cifra.

En fin, si hubiese terminado siendo arquitecto, como era mi destino inicial, seguramente hubiese causado algún estropicio grave, pero teniendo en cuenta que me dedico a un oficio de escribidor, mi mayor problema con esta confusión suele ser erótico-sexual. ¿Era 69 ó 96?

Y ya en el mundo de las letras reconozco que tengo problemas con las "q", "p", "b" y "g" y las alterno aleatoriamente a la buena de Dios. Por ejemplo, casi siempre escribo "pue" cuando quiero poner "que" hasta el punto de configurar mi procesador con varias macros para que cuando tecleo "pue" el corrector lo detecte automáticamente y lo cambie por la conjunción o pronombre adecuados, o sea, "que". Así que no os extrañéis si alguna vez descubrís que he tenido un lapsus "queril" en vez de "pueril".

Mejor o peor, me he ido acostumbrando a estos "despistes" y actualmente los llevo bien y no son un gran problema. Pero a lo que ya sé que nunca me voy a acostumbrar es al cambio de hora. Esta madrugada, como sabéis, hubo que atrasar los relojes sesenta minutos y a las tres eran las dos. Bien, esta mañana al despertar (como todas las mañanas en las que se ha atrasado o adelantado la hora) tenía dos horas distintas: la de mi móvil y ordenador que, teóricamente, son tan inteligentes que ya ha hecho el cambio, y la de mi reloj de pulsera o del coche que, obviamente no son tan listos y siguen con la hora anterior. Pero cuando consulto ambos, lo hago con la inseguridad de si había que atrasar o adelantar y no me fío de ninguno hasta que salgo a la calle desconcertado y compruebo que el quiosco donde compro el periódico está cerrado cuando ya son las ocho -¿o son las siete?- y tengo que pasear un buen rato hasta que abre.


"Si hoy en nochebuena en Casablanca, ¿qué hora es ahora en Nueva York?"
(Richard Blaine "Rick", Casablanca) 


El mayor infierno que he vivido con el cambio horario lo sufrí hace unos años cuando me pilló en Río de Janeiro a donde me había trasladado para impartir un taller de guión. Viajé a Brasil a finales de octubre y justo regresaba el domingo en cuya madrugada se había producido el cambio horario. Mi tarjeta de embarque señalaba la hora de salida del vuelo, pero la tarjeta de embarque la había sacado en la página española de Iberia. ¿Marcaría el horario local o tendría que restarle cuatro horas? ¿O solo tres por el cambio horario? ¿O, por el contrario, tenía que sumarle una? ¿Cambiarían en Brasil también la hora? ¿O no? ¿Habría entonces cinco horas de diferencia o solo tres? Para colmo, el billete decía claramente que, en vuelos intercontinentales, debía personarme dos horas antes en el aeropuerto. Pero yo me seguía preguntando la noche anterior si solo sería una hora, porque la otra ya la ganaba con el cambio, o más bien debería ir tres horas antes porque la perdía.

Cuando me acosté el sábado -antes del cambio- quise poner el despertador de mi móvil pero no sabía a qué hora ponerlo, porque ¿reconoce el tan inteligente móvil el cambio y si yo le digo que me despierte a las siete, lo va a hacer a las "nuevas" o a las "antiguas" 7:00? Y, si lo hace a la hora adecuada ¿eso será una hora antes o después? Porque, si es más tarde, ¡igual no llego al vuelo!

Total, que en previsión de perder el avión, no pegué ojo en toda la noche y me personé en el aeropuerto de Río cinco horas antes de lo previsto -o tal vez solo cuatro- y volé hacia España sin saber exactamente a qué hora iba a llegar: súmale cuatro de diferencia, réstale una -¿o le sumo otra?- y me llevo dos... En el trayecto, sirvieron varios refrigerios pero en ningún momento supe si estaba desayunando, comiendo o cenando. Cuando por fin llegué a España, con un jet lag de ave migratoria, para aliviar un poco la ansiedad horaria del viaje, me dirigí al primer bar que vi en la terminal de Barajas y, mientras esperaba mi enlace con A Coruña, pedí una copa de vino blanco. El camarero me la sirvió con cara rara. Me senté y disfruté del vino al lado de una familia que desayunaba cruasanes y cafés con leche. Eran las seis de la mañana. O quizá las siete, no sé. Pero el vino me supo a gloria después de tanta caipiriña.

Que tengáis un buen cambio de hora. Sed felices! ;)

1 comentario:

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