Con mi anfitriona, Amaia, que me presentó ante el auditorio.
Escribo esta entrada en algún punto entre Burgos y León, casi
a mitad de camino del trayecto que, en tren, me lleva hasta A Coruña desde San
Sebastián, ciudad en la que ayer he impartido una charla sobre creación y generación
de ideas —“Sin miedo a la página en blanco”— invitado por la empresa Move Branding, a iniciativa de mi amiga Amaia, que además ha sido mi genial
anfitriona estos dos últimos días.
Como en el tren todavía no hay wifi, subiré el post por la
noche, cuando llegue a casa después de casi doce horas de viaje en el que
aprovecharé para escribir todo lo que pueda.
¡Muchas gracias, Amaia y David! Y muchas gracias a Marisol y a toda la gente de
Move por darme esta oportunidad de viajar una vez más a Donostia y sobre todo
por haber podido compartir un par de horas de vuestro tiempo relatándoos mi
humilde experiencia.
Digo humilde y digo bien, porque en realidad perder el miedo
a la página en blanco es bien sencillo: basta con ponerse a redactar en una que
ya esté escrita. Esta perogrullada, que suena a chiste fácil, es sin embargo una
argucia ideal para hacer que el cerebro se reactive y comience a funcionar. Y
ello es así, porque cualquier excusa es buena para iniciar ese proceso creador
o, como yo siempre digo, el proceso recreador. No somos creadores porque crear
es sacar de la nada y ésa es una capacidad irrealizable para los humanos. Somos
solo (y nada menos que) recreadores que con trozos de realidad vividos tratamos
de forjar soñadas ficciones.
El público buscando historias en el periódico del día.
Entre los trucos para vencer la pereza inicial, buscar la
inspiración y atraer a las musas hay varias propuestas posibles que nos
ayudarán en nuestra tarea: rebuscar en nuestra memoria (rememorar) y en nuestro
corazón (recordar), leer a los clásicos (y todo lo demás que caiga en nuestras
manos), tener inquietud artística y cultural, estar informados, escuchar y
observar todo aquello que pase a nuestro alrededor e incluso elegir palabras al
azar para, componiendo con ellas una frase casual cualquiera, arrancar la
narración. Algo parecido a aquel juego del “cadáver exquisito” con el que se
divertían los surrealistas franceses en los felices veinte del siglo pasado.
Todo vale si es para incentivar la creatividad. Ya lo dijo Picasso: "La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando". En definitiva, se trata de
vivir, sobre todo vivir, pero almacenando experiencias y conocimientos que
luego utilizaremos como materia prima de nuestra fantasía.
En realidad soy de la opinión de que todas las historias
están ya escritas. Ya, en el siglo primero, Ovidio recopiló en “Las
metamorfosis” casi todos los argumentos de los que es posible hablar y escribir.
Lope, Cervantes, Calderón y Shakespeare bebieron de él, y nosotros nos
emborrachamos de Shakespeare continuamente. Una y otra vez, nos vamos fusilando
unos a otros desde entonces.
En un momento de la charla, con el ejemplo de "Arrugas".
La diferencia y originalidad consiste en imprimir nuestra
particular visión sobre ellos. Es decir, escribir desde nuestro punto de vista,
con nuestra mirada única y exclusiva. Eso es lo que hará también exclusivas y
únicas nuestras historias. Por eso Shakespeare es único e inimitable, no por
sus argumentos, sino por su mirada, por su forma de contarlos.
Cuenta Steven Spielberg que, cuando era solo un chico de los
recados en una major americana, en cierta ocasión tuvo que llevar un paquete a
John Ford. Aprovechando la visita, le confesó nervioso su admiración y su deseo
de ser director y le pidió que le diera algún consejo. Ford le señaló una foto
enmarcada que tenía en la pared y le preguntó: “¿Qué ves ahí?” El joven
Spielberg respondió: “Una imagen del Monument Valley”. “¿Y dónde está la línea
del horizonte?”, continuó Ford. “Un poco más baja de lo que sería normal”,
respondió el ilustre meritorio. “Pues cuando sepas dónde colocar tu línea del
horizonte” —sentenció el irlandés— “habrás dado el primer paso para ser
director”.
Ése debería ser nuestro objetivo: encontrar nuestra mirada
propia sobre lo que escribimos. Por eso siempre finalizo mis charlas y talleres
con aquel poema de Walt Whitman que recitaba
el inolvidable profesor John Kitting —por boca de Robin Williams— a sus alumnos
en “El club de los poetas muertos” de Peter Weir:
Oh, Capitán! Mi capitán!
¡Oh, capitán! ¡Mi
capitán! Levántate y escucha las campanas;
levántate, izan la
bandera por ti, por ti suenan las cornetas;
por ti ramos y cintas
de coronas, se amontonan por ti en las riberas.
¡Levántate! ¡Levantaos todos!
Y todos se levantaron, poniéndose en pie sobre sus sillas. Y
desde allí, medio metro más arriba de lo que era normal, encontraron su particular
línea del horizonte, su nueva perspectiva, su mirada propia.
Recordad siempre que todas las historias están ya escritas…
Todas ¡excepto la tuya!
Sed felices! ;)
Todos en pie sobre sus sillas, buscando un nuevo punto de vista del horizonte.
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