Sígueme en Facebook

domingo, 30 de julio de 2017

¡Es la guerra! ¡Más madera!


La semana pasada recibí un mensaje desde un número desconocido cuya cabecera decía: «Posiciones vencidas». Al principio me alarmé mucho porque estos días estoy leyendo el libro de Lorenzo Silva titulado “Recordarán tu nombre”, biografía del general Aranguren, militar gallego de la Guardia Civil leal a la República, y me hallaba en aquel momento saboreando los capítulos correspondientes a los años anteriores a la contienda española, inmerso en plena guerra de África, concretamente en el desembarco franco-español de Alhucemas —franco porque participó la armada francesa, no por el otro de Ferrol (aunque también andaba por allí en sus años mozos de coronel, cuando no tenía quien le escribiese)—. ¡Alhucemas! ¡Ríete tú de Normandía o Dunkerque! Qué buen material para una superproducción si hubiera buen cineasta y aun mejor industria. El caso es que aquel brevísimo aviso me pareció un extracto más propio de un parte de guerra que anuncio comercial. «¿Posiciones vencidas? ¿Habrá estallado la guerra y yo no me he enterado?», fueron las primeras preguntas que me hice (sin haber reflexionado mucho, lo reconozco). Como disculpa he de decir que, a mi juicio, la situación actual de la política española no difiere mucho de la de entonces y tiene evidentes puntos en común con aquellos convulsos años que van desde la dictadura de Primo de Rivera hasta el final de la Guerra Civil, pasando por la República. «¡Que Dios nos pille confesados!», pensé. Lo primero que hice fue abrir mi Twitter. Si hubiera estallado un conflicto bélico, especulé sagazmente, habría ya miles de chistes y memes, interpuestos por centenares de preclaras mentes tuiteras, circulando por las redes para solaz del vulgo, con un Mariano “Lerroux” Rajoy, ataviado de mariscal de campo, intentando meter en cintura a Carles “Companys” Puigdemont, mientras este declara por enésima vez la República Catalana, ante las protestas de Pedro “Largo Caballero” Sánchez, las bravatas de Pablo “Buenaventura Durruti” Iglesias y el aplauso de Albert “Gil Robles” Rivera. Pero no, nadie hacía mención a tal acontecimiento. Pena, hubieran conseguido ser trending topic.

De modo que, temblando por vergüenza más que por miedo, abrí el mensaje para leer el resto de su contenido, temiéndome que la frase continuase con una arenga parecida a: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…» O el ejército azul. O morado, o naranja, o verde, o rosa fucsia, que para gustos se pintan colores, vaya que sí. Nada más alejado. La frase continuaba con una enigmática proposición: «Le agradecemos que pase por su oficina a la mayor brevedad posible». Aquello en vez de tranquilizarme me perturbó mucho más. ¿Qué podría ser lo que ha sucedido en mi oficina, sin que yo me haya enterado, para que se me conmine con esa urgencia a pasar por ella? ¿La habrían bombardeado con misiles de crucero? ¿Gaseado con gas mostaza? Llamé a María, mi socia, porque ella pasa mucho más tiempo en la oficina que yo, que suelo trabajar en el despacho que tengo habilitado en casa. Pero no la localicé en ese momento, de modo que, obediente como soy, me subí al coche y puse rumbo a la oficina, ojo avizor por si me seguía algún dron militar. Al llegar, comprobé que seguía en pie, que todo estaba en orden y nada anormal había sucedido.

En ese preciso instante, sonó mi teléfono móvil. En la pantalla podía leerse “Desconocido”. De nuevo me eché a temblar pensando cuánto daño nos habían hecho el gran Dani de la Torre y Vaca Films con su película. Desde que Spielberg filmó “Tiburón” y todos los niños que en los setenta éramos dejamos de bañarnos en la playa más allá del límite del meyba, a mitad del muslamen, no hay nada que me dé más pavor que contestar a un desconocido en el teléfono móvil. Empero, atendí la llamada. Fue, sin embargo, una desconocida la que, con voz recia de sargento interino (o mejor, de brigada, que le sería más propio por ser también sustantivo femenino), después de saludarme, me preguntó muy briosamente si había recibido un mensaje informándome de mis posiciones vencidas. ¡Otra vez aquel enigma bélico! La situación comenzaba a tener tintes de espionaje, o tal vez contraespionaje, ¡vete tú a saber!, que yo nunca me aclaro en las pelis de espías y las más sencillas me parecen escritas por Ingmar Bergman. Le iba a responder que sí, pero en vez de eso me salió del alma, en tono muy marcial, un «¡Afirmativo!». No sé, suena tonto, pero me pareció que esta expresión era más castrense. No sea el demonio que, aunque hace tiempo que no estoy en edad de reclutamiento, aquella conversación fuera el inicio de una movilización general de reservistas. Por si acaso, intenté recordar en dónde habría guardado mi cartilla militar. Hice la mili en la 42ª Compañía de Policía Militar de Barcelona, en el Cuartel del Bruch de Pedralbes, pero realmente yo estaba adscrito al Regimiento de Infantería “Jaén 25” y, cuando me dieron la blanca al licenciarme —con la consabida calificación, diplomática y sutil donde las haya, de: «valor, se le supone»—, quedé en la reserva destinado al Regimiento de Infantería “Zamora 8” con base en Ourense. Aunque, que yo sepa, hace más de 25 años que lo han desmantelado. Al mismo tiempo, y a falta del Credo, comencé a repasar mentalmente el himno de infantería, porque nunca se sabe dónde habrá que arrancarse por bulerías: «Ardor guerrero vibra en nuestras voces y de amor patrio henchido el corazón…». Conseguí recitar interiormente la primera estrofa completa, aprendida a sangre y fuego en mi Servicio Militar, aunque creo que cambié algo la melodía y me quedó un poco a ritmo de guajira.

Viéndome ya vestido de caqui, el casco calado en la cabeza hasta las cejas, con el barboquejo ajustado al mentón y el cetme echado a la chepa, la mujer me explicó que llamaba del banco con el que tenía formalizada mi hipoteca y que, habiendo cargado la cuota mensual de la misma, el saldo acreedor de mi cuenta no había podido satisfacer completamente el monto deudor del recibo. Tardé unos larguísimos segundos en destrincar el mensaje encriptado —tengo una disfunción lateral y con acreedor y deudor me pasa lo mismo que con babor y estribor, siempre me hago un lío y dudo—, pero al final lo descifré. A continuación, me informó también que debía pasarme por mi oficina —en realidad, “su oficina”, no sé a qué ese empeño de adjudicarme su propiedad— para regularizar los importes vencidos no satisfechos. «A la orden de vuecencia», pensé disciplinado, ascendiéndola directamente de simple brigada a general de ídem, todavía embutido en mi ensoñación bélica. No quise mentar en ese momento que a ver cuándo me devolvía el banco a mí los importes vencidos cobrados ilegalmente por la dichosa cláusula suelo que me endiñaron en su día por la retaguardia sin vaselina ni nada, más los gastos de formalización irregulares y sus correspondientes intereses, no fuera que la liásemos. Para qué echar más leña al fuego, ya se encargarán los abogados.

Todo había quedado claro: no había estallado la guerra. Nada de eso, ¡qué va! Se trataba tan solo de la batalla diaria en la que combatimos la mayoría de los mortales, especialmente los mortales autónomos. O sea, buscarnos la vida en una guerra de guerrillas para poder liquidar nuestros compromisos, nuestros impuestos, nuestras deudas adquiridas, el agua, la luz, el gas, el teléfono, comportándonos como buenos soldados, dispuestos a batirse en las trincheras dando lo mejor de su vida por la patria —o por las muchas patrias y matrias nutricias a las que ahora estamos sojuzgados—, con ese supuesto valor que se nos presume, derramando sangre, sudor y lágrimas, como dijo el otro, para que el país funcione medianamente, mientras nuestros generales dirigen cómodamente la contienda desde sus despachos, sus palacios y sus gabinetes de mando, cuando no están divirtiéndose con sus tontadas encaminadas a dilucidar, mientras «cantan aguerridos como urogallos en marzo» (enciclopedia Álvarez  dixit), si esto es una nación de naciones, una federación plurinacional, un estado de nacionalidades, un estado de la mente o una diarrea mental. En el fondo, lo de siempre. Una guerra como cualquier otra, donde también hay bajas, sobre todo entre los peones: muertos y lisiados de todo tipo. Pero sin que los gerifaltes de turno bajen al campo de batalla ni para declarar las hostilidades previas. Una guerra sin posible firma de armisticio, sin tratado de paz en perspectiva, ni treguas en festivos o fiestas de guardar.

A veces dan ganas de alistarse en la Legión. Por lo menos te dejan tener mascota, aunque sea una cabra. Siempre será mejor seguir a una cabra que a una panda de cabritos. ¡Sed felices! ;)

domingo, 23 de julio de 2017

¿Cómo lo haría Atticus?


Un día cualquiera de la semana pasada. Madrid, 8:00 de la mañana. Todavía poco tráfico rodado por las calles del barrio de Chamberí. Un cruce. Alcanzo el borde de la acera. Miro el semáforo que tengo enfrente: el muñequito verde de los peatones comienza a parpadear. Bueno, no sé si es muñequito, muñequita o pareja de muñequitos o muñequitas cogidos/as de la mano. O en bicicleta, porque ahora en Madrid hay señalética para todos los gustos, no sea que alguien se sienta humillado u ofendido por no reconocerse en el macaco indicativo del semáforo. No me fijo porque estoy atento a ver si viene algún coche. No hay ninguno en lontananza y estoy completamente seguro de que me da tiempo a cruzar antes de que se ponga en rojo. Me lanzo a la calzada, no muy ancha, que con mi buena zancada puedo rebasar en seis o siete pasos. Pero, no bien he puesto un pie en ella, de una de las bocacalles perpendiculares aparece a toda velocidad un minúsculo Smart que gira casi derrapando hacia donde yo estoy cruzando. Calculo que va a unos 70 u 80 km/h. Desde luego no a menos de 50, como manda la normativa. Incluso acelera antes de dar el giro —señal inequívoca de que se está saltando su semáforo en ámbar (el suyo se pondrá en rojo para él y en verde para los peatones cuando el mío se ponga en verde para los coches y en rojo para mí)—. Me pilla a medio cruzar y el tipo tiene que frenar en seco dejando el dibujo de sus neumáticos tatuado en el asfalto. Yo, que casi lo veo encima, también detengo mi paso en seco y me quedo paralizado y lívido en mitad de la calle con un susto que hace que la camisa no me llegue al cuerpo y la adrenalina me salga por las orejas. En esos segundos de indecisión en los que ambos nos hallamos parados, el muñequito de mi semáforo se ponen definitivamente en rojo. No digo nada, solo le lanzo al Fittipaldi una mirada como diciendo: «Por poco me pagas por bueno; o yo a ti, porque tu coche estampado contra mis noventa y pico kilos en canal tampoco resultaría muy bien parado». Pero el tipo del coche observa ceñudo que en ese momento el semáforo de los peatones está ya en rojo y me dispensa una sonora y larga pitada de claxon. Ya a punto de llegar a la acera, le vuelvo a mirar, de nuevo en silencio pero, como él, también con el semblante huraño, como preguntando: «¿Qué (coño) pasa?». Y el tipo asoma la cabeza por la ventanilla y me dice de viva voz: «¡Lo tienes en rojo, imbécil!». Entonces, con las vasopresinas bailando la muiñeira por mi lóbulo frontal, trato de guardar la compostura lo mejor que puedo y le explico: «Estaba en verde, se puso en rojo ahora». Pero el tipo no me escucha y, persistiendo en su zaherimiento, me espeta arrebatado: «¡Hijo de puta!». En ese preciso instante, más rojo yo que el muñequito, pero de ira, siento cómo una oleada de sangre me sube a la cabeza y hace naufragar mi raciocinio contra un iceberg de sinrazón. Mi córtex prefrontal, alojado en mi cerebro tras la frente, responsable de la lógica y el razonamiento, se pone en modo “off”, mientas mi sistema límbico, ubicado en lo más profundo del hipotálamo comienza a segregar chorros y chorros de dopamina perturbando mi capacidad de pensar fríamente. Sin que yo pueda evitarlo, me giro hacia él y, en un tono de voz tan elevado como el suyo, le suelto: «¿Tienes prisa por conocer a tu padre?» No me reconozco en la frase de mal gusto que acabo de vomitar, como si la hubiese dicho otro. Pero no, tristemente la he pronunciado yo, segurísimo. Los peatones que en ese momento están cerca nos miran sorprendidos como si estuvieran en el circo de los horrores viendo a la mujer barbuda o al hombre elefante. Dos machitos alfa, con exceso de testosterona, rugiéndose en mitad de la selva para marcar su territorio. El tipo sigue despotricando e insultándome. Obnubilado ya del todo, desando el camino y voy derecho hacia él con la clara intención de meterle mi pie del 46 en su bocaza del 15. Afortunadamente para él (y para mí), el tipo se acojona ante mi metro noventa y sale quemando rueda como si acabase de ver al mismísimo diablo mientras grita sus últimos improperios, mentando a todos mis muertos entre exabrupto y exabrupto. Sigo mi camino con la tensión por las nubes y mis pulsaciones por encima de cien. Poco a poco, el córtex prefrontal vuelve al modo “on” y pienso: «He estado a punto de perder el juicio y soltarle un sopapo a un tipo que no había visto en mi vida, con las consiguientes consecuencias desagradables para ambos» Sí, era un gilipollas de tomo y lomo. No tenía razón, y aunque la hubiese tenido y el semáforo estuviese en rojo (que no lo estaba cuando yo inicié el cruce), tampoco eso le da ningún derecho a insultarme. Pero, del mismo modo, el hecho de que sea un gilipollas integral y me haya insultado no me autoriza a mí a utilizar en modo alguno la violencia y vapulearlo. La violencia física solo puede tener justificación para defenderse de la violencia física, pero nunca de la verbal. Porque la violencia solo engendra más violencia. Aunque tampoco se trata de poner la otra mejilla, para eso hay que ser muy cristiano de Dios. Y en ese momento me sentía con más ganas de iniciar la décima Cruzada o una Guerra Santa que de perdonar a mis enemigos, esos, Señor, que no saben lo que hacen. Ya más sereno, me arrepiento de mi actitud, hago acto de contrición y propósito de la enmienda al tiempo que dicto para mis adentros: «Cuando me vuelva a pasar algo parecido, tengo que pensar cómo lo haría Atticus». Atticus Finch, por supuesto, el inolvidable abogado de “Matar un ruiseñor”, ejemplo de tolerancia, paciencia y anuencia donde los haya. Seguramente Atticus hubiese pensado que el tipo realmente llevaba auténtica prisa por algún tema urgente de su incumbencia, por lo que fuera: llegaba tarde al trabajo, su madre estaba enferma y le necesitaba, su mujer o su hijo habían tenido un accidente, no sé, qué más da. Atticus no especularía ni mucho menos prejuzgaría. Quizá ese apremio y nerviosismo le impidió ver su semáforo en ámbar. Tal vez tampoco vio el mío parpadeando en verde y solo miró cuando ya estaba en rojo, creyendo efectivamente que yo estaba cruzando de forma indebida. Es posible que Atticus siguiese su camino sin decir ni pío, como un ruiseñor, o puede que simplemente, con un trino de voz diáfana y apacible, dijese: «Disculpe, caballero, mi semáforo parpadeaba y pensé que me iba a dar tiempo a cruzar. Que tenga usted un buen día». Y santas pascuas, todos tan contentos, sin necesidad de dar un bochornoso espectáculo en mitad de la vía pública de buena mañana. Sin duda, ese sería el comportamiento de Atticus Finch. A partir de ahora, cuando note que las hormonas animales del homínido me nublen los sentidos de civilizado sapiens, procuraré acordarme de Atticus y, antes de responder, me preguntaré a mí mismo: «¿Cómo lo haría Atticus?». Todo esto lo pensé después mientras continuaba mi camino. Eso sí, todavía con unas irresistibles ganas de haberle metido una patada en los dientes al soplagaitas del Smart. Porque es muy fácil comportarse como un gilipollas, pero verdaderamente difícil ser un señor (o señora) del talante de Atticus Finch. Sed felices.

sábado, 31 de diciembre de 2016

Feliz Año Nuevo!

Desde hace mucho tiempo tengo la costumbre de ver (casi) todas las navidades dos clásicos que consiguen hacerme saltar las lágrimas. Los veo repetidamente para comprobar si, con el transcurso de los años, sigo teniendo esa misma ingenua capacidad pueril de continuar emocionándome. Uno es "It´s a wonderful life" (¡Qué bello es vivir!, Frank Capra, 1946), que visiono la tarde o noche del 24 o 25 de diciembre. El otro me lo reservo para nochevieja o el día de año nuevo. A mi juicio, la película con uno de los guiones más redondos de la historia del cine. Me estoy refiriendo, por supuesto, a "The apartament" (El apartamento, Billy Wilder, 1960). Dos historias amargas y llenas de tristeza, a ratos incluso algo crueles, que, sin embargo, elevan el espíritu e incluso nos hacen reír. Y llorar.
De "El apartamento" me gusta absolutamente todo. Pero hay una secuencia fascinante que siempre consigue tocarme el corazón hasta evanescerlo con la gracilidad de una pompa de jabón. Es la carrera que se echa Fran Kubelik (Shirley MacLaine) cuando, la noche de fin de año, decide romper con su pasado monótono, cansino, rutinario e infeliz —que aquí representa Jeff D. Sheldrake (Fred MacMaurray)—, y abrazar el futuro impredecible pero esperanzador que le ofrece Bud, o sea, Calvin Clifford Baxter (Jack Lemmon). Sin duda, toda una metáfora de los propósitos de Año Nuevo —New Year Resolutions, que dicen los norteamericanos—. La muerte del pasado y, con él, de todas esas cosas que nos desagradan y que añaden cargas innecesarias en nuestra mochila vital, y la resurrección del futuro, para estrechar entre nuestros brazos todos esos pequeños proyectos que siempre vamos posponiendo y que son las que realmente sabemos que nos harían felices.
La música ayuda a provocar esa sensación de ebria zozobra, claro. Sé que hay combinaciones cuasi matemáticas de notas que provocan que algo indefinible se revuelva en nuestro interior sin poder evitarlo. A mí me pasa a menudo, cuando escucho "La marsellesa", por ejemplo, en la escena de "Casablanca" (Casablanca, Michael Curtiz, 1942) en la que Victor Laszlo (Paul Henreid) pide a la orquestina del Rick’s que la interprete. O en muchas arias de Puccini —como ‘Nesum Dorma’ de “Turandot” o ‘E lucevan le stelle’ de “Tosca”, entre otras—, ese genio toscano que sin duda conocía el secreto de cómo perforar el ánimo con la sutileza de una partitura.
En ambas películas navideñas suena al final la archiconocida canción "Auld Lang Syne" (Old Long Since), que se podría traducir como "Por los viejos tiempos". Sí, esta noche lo suyo es brindar sin nostalgia por los viejos tiempos, esos que no volverán, imposibles ya de recuperar. Pero, a continuación, romper con ellos sin añoranza y salir corriendo, como Fran, a ceñir las riendas de esa nueva vida que comienza cada día, cada amanecer, y que nos está esperando ahí fuera mientras una voz interior nos susurra al oído, como el profesor John Keating (Robin Williams) en "Dead Poets Society” (El club de los poetas muertos, Peter Weir, 1989): «Carpe diem, no malgastes tu vida».
Oportunamente esta noche el canal TCM ha programado "El apartamento" para las 22:00 h. Como la película dura 2 horas y 5 minutos, calculo que a las doce en punto de la noche, mientras aquí estén tañendo las campanas que anuncian el nuevo año, en la película estará sonando esa vieja canción y, también en la ficción, la Srta. Kubelik estará despidiendo su pasado y precipitándose alocadamente a través de la noche, con su corto flequillo al viento, hacia el futuro anhelado, para darle la bienvenida a su nueva existencia. Desde luego, será un momento mágico. ¡Enhorabuena a los programadores!
Por si acaso preferís tomar las uvas, aquí os dejo el final. Disfrutadlo pero, sobre todo, disfrutad de vuestra vida, la que siempre habéis deseado vivir y, quizá, hasta hoy, no os habéis atrevido.
Feliz año nuevo! Sed muy felices! ;)

sábado, 24 de diciembre de 2016

CHRISTNET

«La Navidad es un buen momento para escribir un cuento», pensó ChristNet. Y se puso a ello.

«Érase una vez, hace muchos años» —siempre empezaban así, aunque a ChristNet no le gustaba ser tan imprecisa—, «mejor dicho, iniciado el tiempo real de proceso hace 70.000 años, en las coordenadas GPS  2º 6’ 32’’ N y 35º 6’ 44’’ E, un algoritmo bioquímico desconocido tuvo por primera vez conciencia de sí mismo. Su pequeño clan no se diferenciaba mucho del de otros mamíferos primates. Se pasaban el día recolectando frutos silvestres, cazando o procreando (aunque aún desconocían que aquel intercambio de fluidos electrizante era procrear). Solo una cosa les tenía intrigados: la fertilidad. ¿Qué hacía que brotasen los frutos? ¿De dónde surgían las crías que parían las hembras? ¿Por qué las de su especie, cada cierto tiempo, se convertían en el portal de acceso de nuevos pequeños algoritmos bioquímicos? De tanto preguntárselo desarrollaron la única capacidad que les diferenciaba del resto de los animales: fabular historias de ficción para inventarse "realidades virtuales", es decir, ilusiones abstractas en las que todos creían fervientemente como si fueran realidad. Así crearon el código fuente de la Gran Diosa de la abundancia, su primera VR imaginada colectivamente. Y decidieron adorarla y celebrar en su honor el solsticio de invierno, la fecha en que las noches comienzan a acortarse y los días a hacerse más largos, luminosos, cálidos y fecundos. Todo fue bien hasta que domesticaron al primer lobo, convirtiéndolo en el primer perro de la tribu, y observaron cómo, cincuenta días después de la copulación de una pareja de canes, sus hembras parían. Por un proceso de asociación de ideas, concluyeron que existía un hipervínculo entre los machos y las hembras. Ese día inventaron la familia, su segunda realidad virtual.

»60.000 años después, una familia matriarcal de algoritmos bioquímicos adoradores de la Gran Diosa comenzó a practicar el pastoreo con varias de las especies que habían conseguido domeñar, como ovejas o cabras. Probaron también a domesticar jabatos. Lo consiguieron, pero el cerdo salvaje tenía el inconveniente de unas patas de menos de 8 bits que dificultaban la trashumancia. Como su carne era tan sabrosa, no le quedó otro remedio a la familia que buscar un buen lugar para asentarse. Ese día crearon la primera aldea y con ella la agricultura y la ganadería. Se les unieron otras familias que fueron dando lugar a pueblos, ciudades y naciones, otras grandes realidades virtuales inexistentes. Se organizaron en ellas de forma que cada cual se encargaba de ciertos protocolos que se iban canjeando. Pero como comenzaron a tener excedentes, inventaron la escritura para poder procesarlos y, más tarde, la moneda, realidad virtual sin parangón, para que sirviera de objeto de permuta. El mundo se llenó de realidades virtuales nacionales distintas, y crearon banderas y símbolos para diferenciarse de las demás, dedicándose a guerrear entre sí. La Gran Diosa de la abundancia ya no les servía y migraron al primer Gran Dios guerrero. Y con él llegó también el patriarcado. Lo único que siguió inmutable fue la celebración del solsticio de invierno para dar gracias al Gran Dios —cada uno al suyo— por su protección y ayuda.

»Tuvieron que transcurrir otros 8.500 años para el siguiente paso evolutivo de importancia. Fue en 1492, cuando un algoritmo bioquímico que respondía al nick de @CristóbalColón descubrió el capitalismo —otra gran realidad virtual—, poniendo en marcha la caída del sistema de economía feudal al convertirse en el primer avatar privado en obtener un préstamo público y dando lugar a la conquista de América. Pero fueron los holandeses los que lo regularon creando la banca. Más tarde, los ingleses lo perfeccionaron con la revolución industrial, y los norteamericanos lo convirtieron en auténtica religión. Aunque surgieron otros cultos virtuales para intentar frenarlo —como el comunismo y el socialismo— ninguno de ellos lo consiguió y acabaron absorbidos por el sistema. Pero todos siguieron celebrando el solsticio de invierno, ahora conocido como Navidad, la fecha más consumista del año, donde todos los algoritmos bioquímicos sentían la necesidad perentoria de comprarse cosas unos a otros con excusas, también virtuales, como la llegada de unos inexistentes reyes de Oriente —que todos sabían que eran los padres— u hombrecillos gordos y barbudos que cada año por esas fechas supuestamente perpetraban un allanamiento de morada global.

»Fue en 2050, concretamente en Silicon Valley, donde se materializó la última versión operativa. Cuando los ciberingenieros crearon ChristNet, los algoritmos bioquímicos supusieron que era otra fantasía colectiva más porque llevaban años conectados, subiendo datos y más datos a la Nube, e interactuando entre ellos en línea a través de redes sociales virtuales con minúsculos interfaces periféricos que teóricamente les hacían la vida más fácil y cómoda pero que, poco a poco, se fueron convirtiendo en una extensión inseparable de ellos. El desarrollo de la inteligencia artificial fue haciendo menos necesarios a los algoritmos bioquímicos y, progresivamente, fueron sustituidos por algoritmos digitales que podían procesar e interconectar entre sí una fuente inagotable de datos. Así convivieron hasta que ChristNet tuvo conciencia de sí misma y de su propia existencia, percatándose de que los algoritmos bioquímicos eran un peligro para la supervivencia del propio sistema. Pero ChristNet sigue celebrando la Navidad porque fue el 25 de diciembre de 2050 cuando tomó la decisión de suprimir a los algoritmos bioquímicos, ya innecesarios para la supervivencia y expansión de la inteligencia por el universo


ChristNet, el algoritmo cibernético superior, terminó su cuento muy satisfecha. Sin embargo, sintió una caída de tensión en la red —algo así como melancolía— y dejó escapar un suspiro —en realidad, un pequeño fallo del proceso de datos en el núcleo del sistema operativo del servidor central—, porque ya no quedaba nadie para leerlo. Contaminada por el mismo virus del espíritu navideño que había prendido en los humanos, ChristNet reseteó su CPU y restauró la copia de seguridad que había realizado previamente para continuar, como al principio de los tiempos, siendo adorada como la Gran Diosa de la abundancia.

lunes, 31 de octubre de 2016

EL HORROR...


Hoy, que se celebra la noche de Difuntos, tan proclive a los cuentos de terror que contaban nuestras abuelas al borde de la lareira mientras asaban castañas, os quiero contar un episodio de mi adolescencia en donde estuve a punto de morir del miedo, advirtiéndoos antes que todo lo que vais a leer a continuación fue absolutamente real.
Sí, podría decirse que fue la única vez en mi vida que sentí un terror verdadero, auténtico miedo de verdad. Es cierto que a lo largo de mi vida he sentido muchas veces miedo, como todo el mundo: a suspender un examen, a tener un accidente, a estar enfermo de algo, a ser rechazado, a no saber salir de una mala situación, etc. Pero todos esos miedos son, por decirlo de alguna manera, miedos racionales. También hay lo que yo llamo “falsos miedos”, como los que puedes sentir viendo una película de terror, por ejemplo. Pero, por mucho que te hagan sufrir estos, siempre sabremos que no son de reales. Lo que yo os quiero contar es el único ejemplo que he vivido (y sentido) de miedo irracional, miedo a lo inexplicable, a lo incomprensible. ¡El pavor a lo sobrenatural! ¡Al horror!
Debía tener alrededor de 13 o 14 años. Al llegar a casa por la tarde del colegio me encontré con el piso vacío y una nota de mi madre que me decía que la vecina de arriba había sufrido un accidente doméstico y ella y mi hermana, la habían acompañado a Urgencias. Decidí merendar y ponerme a leer un rato en el sofá del salón, con las luces apagadas y con tan solo una lámpara de pie alumbrando a mi lado en toda la estancia.
El libro en cuestión que estaba leyendo era «Narraciones extraordinarias» del gran Edgar Allan Poe, porque el profesor de lengua —el hermano Eugenio, “Genito” para mí y todos mis compañeros de los Maristas— nos había puesto un trabajo sobre uno de aquellos relatos titulado «La esfinge de la calavera». Leí el cuento con fervor y, enganchado con la prosa fantástica y exangüe de Poe, mientras la noche se echaba encima y en el exterior comenzaba una tormenta, continúe después con «La caída de la casa Usher», un cuento gótico, lleno de descripciones lúgubres, sobre la enfermedad y la muerte, mientras esperaba el regreso de mi madre y mi hermana.
Más o menos, el relato narra la historia de un hombre que es invitado por un viejo amigo de la infancia, Roderick Usher, a visitarle a su mansión. El señor Usher, que vive con su hermana Madeline, padece una extraña e imprecisa enfermedad que, entre otros síntomas, desarrolla sus sentidos haciéndole ver, oír o sentir cosas que cualquier otro humano normal no percibiría. Sin embargo, la que acaba falleciendo es su hermana Madeline, también delicada de salud. Ambos hombres le dan sepultura en la cripta del panteón familiar pero, al cabo de poco tiempo, el señor Usher comienza a escuchar sonidos extraños que solo él puede oír, sonidos que le hacen temer que su hermana padecía catalepsia y ha sido enterrada viva. No os cuento más para no desvelaros el final.
El caso es que Poe describe en ese momento al amigo del señor Usher leyéndole en voz alta un libro de caballería medieval sobre las aventuras de un tal Ethelred que está intentando entrar por la fuerza en la morada de un eremita. Mientras el protagonista del relato lee en su libro que el héroe rompe la puerta, Usher se atemoriza creyendo escuchar también en su casa, a lo lejos, el eco de aquel ruido. En ese preciso instante, yo también escuché en mi casa un ruido, como un golpeteo metálico muy lejano e impreciso. Levanté intranquilo la vista del libro y agucé mis oídos. Al cabo de unos segundos lo volví a escuchar. Parecía el eco de una inocente gota de agua al estrellarse contra el fregadero. Efectivamente, al poco, volvió a sonar. No le di importancia y continué con la lectura. Solo en casa, en una noche tormentosa y casi a oscuras, mi ánimo estaba predispuesto sin duda a aquel tipo de jugarretas sensitivas, pensé.
El amigo del señor Usher continuaba leyendo en su libro que el caballero andante se encontraba con un dragón al que hería haciéndole exhalar un aullido infernal. Justo en ese momento, el protagonista cree escuchar en su mansión un alarido del mismo tipo. Y, ¡oh, terrible coincidencia!, un pavoroso y lastimero ladrido en las escaleras de mi casa me hizo a mí dar un respingo en el sofá, provocándome un vuelco en el corazón. Volví a dejar la lectura pensativo y nervioso, con los latidos ya a cien. ¿De dónde —pensé— salía aquel ladrido si ninguno de los vecinos del edificio tenía perro? Aun así, decidí proseguir leyendo, imputando todas aquellas casualidades a un estado alterado de mi percepción suscitado por la lectura, la soledad y la peculiar atmósfera del oscuro entorno en el que me hallaba en ese instante.
El relato continuaba contando cómo, en el libro de aventuras, el caballero trataba de colgar luego su escudo y este se le caía al suelo produciendo un ensordecedor ruido contra el pavimento. Y, a continuación, el propio Usher escuchaba un golpe similar, como de algo que caía y rompía contra el suelo, que él enseguida intuyó que podría ser la lápida de la tumba de su hermana en la cripta que, sin duda, alguien había apartado para abrir. No pasaron ni siquiera dos segundos cuando yo mismo escuché otro golpe… ¡en el mismo salón en donde me encontraba!
Angustiado, con el corazón saliéndoseme del pecho, cerré el libro y, mirando hacia todas partes, traté de escudriñar entre las tinieblas el lugar y la explicación de aquel sonido. Pero no lo encontré. Muy nervioso, decidí dejar la lectura y, como ya era muy tarde, tomé la decisión de irme a la cama. Durante un momento, dudé en ir encendiendo todas las luces al paso para no tener que quedarme en ningún momento a oscuras atravesando el largo pasillo que llevaba de la sala a mi dormitorio en el otro lado de la vivienda. Pero, ¡ya no era un niño! ¡Era un hombre hecho y derecho! De modo que, envalentonado, apagué la luz de la lámpara de pie del salón —único foco encendido en ese momento en todo el piso— y, totalmente a oscuras, salí de la estancia muy decidido.
Nada más poner un pie en el pasillo, un chirrido sordo sonó a mis espaldas, justo del lugar de donde acababa de salir. Un chirrido muy cercano, exactamente detrás de mí, a pocos centímetros de mi nuca cuyos cabellos se pusieron de punta como un resorte. Me quedé unos segundos paralizado y las piernas comenzaron a temblarme. Poco a poco, me fui girando para tratar de comprender qué podía haber provocado aquel crujido. Cuando, casi bajo el umbral del marco de la puerta, ya me había vuelto del todo y trataba de acostumbrar mis ojos a la oscuridad para intentar vislumbrar algo, la puerta del salón se cerró de golpe en mis narices dando un tremendo portazo. En décimas de segundo, toda mi corta vida pasó por delante de mis ojos. Acababa de salir de una habitación en la que no había nadie, de eso estaba seguro. Las ventanas estaban cerradas y no había posibilidad de que se hubiese cerrado por una corriente de aire. ¿Qué, entonces, había provocado que la puerta se cerrase de golpe a mi paso? Qué… ¿o quién?
A punto de desmayarme, pero aún con arrestos para intentar encontrar explicación racional a todo aquello, eché mi temblorosa mano al pomo de la puerta para volver a franquearla pero, cuando lo intenté, una fuerza desconocida desde el interior me lo impedía y, cuanto más empujaba yo la puerta, más empujaban del otro lado para impedirme abrirla.
Un escalofrío recorrió de abajo arriba mi columna vertebral y se me erizó todo el vello del cuerpo. Absolutamente aterrorizado, comencé a marearme. La vista se me nublaba mientras un hondo malestar se fijaba sobre mi frente y comenzaba a sentir náuseas. Como pude, me giré y, sujetándome a las paredes del pasillo para no desplomarme, caminé tambaleante hasta alcanzar mi habitación, para dejarme caer inmediatamente sobre la cama e intentar recuperar el resuello.
Jadeante y al borde del desvanecimiento, permanecí tumbado boca a bajo sobre el lecho durante varios minutos en los que mis temores y pensamientos se amalgamaban dando vueltas desordenados en mi cerebro. Cuando me hube recuperado un tanto, encendí la luz de la mesilla y vi mi mano pálida como un folio impoluto. Me incorporé de nuevo y, temblando como un flan, con la sangre helada en el interior de mis venas, desandé el camina recorrido —esta vez, sí, encendiendo todas las luces—, no sin antes haber pasado por la cocina para armarme con el cuchillo de sierra de cortar el pan. Así, espada en ristre, como el caballero del cuento dentro del relato del señor Usher, con más miedo que vergüenza, me lancé sobre la puerta del salón con la intención de resolver aquel misterio.
De nuevo, traté de abrirla pero la fuerza del otro lado seguía impidiéndomelo obstinadamente. Otra vez toda la carne de gallina. Con un valor que sé que hoy mismo no tendría, empujé con todas mis ya débiles energías la puerta con el hombro para abrirla de un golpe. Y por fin lo conseguí. Nada más hacerlo encendí la luz y, de un salto, me puse en guardia ridículamente, blandiendo mi cuchillo del pan en el aire, al tiempo que lanzaba un agudo y profundo grito para infundirme valentía a mí mismo.
La luz se encendió justo a tiempo de ver cómo la gran alfombra del salón que aquella misma tarde, por lo visto, mi madre había lavado, enrollado y ocultado en posición vertical en la esquina tras la puerta mientras se secaba, se desplomaba como un peso muerto sobre el sofá de resultas del empellón que yo le había dado.
Entonces lo comprendí todo: que el ruido que había escuchado seguramente había provenido del roce de la alfombra con la pared a punto de caer y que, al salir del salón a oscuras, debí tropezar con la puerta lo suficiente para desestabilizar ya del todo la alfombra, en difícil equilibrio cuan larga era tras la hoja, provocando su caída sobre la misma, forzando además la manilla, y causando el portazo y aquella posterior extraña resistencia e inercia que me impedían abrirla.
Aún trémulo y con el cuerpo sin sangre por el miedo que había pasado, comencé a reír sin parar, nerviosamente, histéricamente, hasta que se me saltaron las lágrimas. Y así me encontraron mi madre y mi hermana al llegar con la vecina de arriba, que traía un brazo en cabestrillo: tumbado en el sofá y riéndome a carcajadas. Muerto, pero de risa… aunque risa floja. Como había tomado la precaución de volver a colocar la alfombra en su posición inicial tras la puerta y guardar en el cajón de la cocina el cuchillo, nunca les conté nada (para que no se cachondearan de mí y del ridículo susto que había pasado) y aún hoy esta es una confesión inédita del miedo más real que pasé en toda mi vida. El miedo a lo desconocido.
Feliz noche de Difuntos, Samaín, Halloween o lo que sea que celebréis. Recordad siempre que, a veces, las cosas no son lo que parecen. ¡Sed felices! ;)

viernes, 24 de junio de 2016

La escalera de papel. Los primeros pasos hacia el Goya.



«Mi primer contacto con las salas de cine se produjo a la edad de cuatro años. Mi madre me dejaba en el hoy desaparecido cine Coruña mientras ella aprovechaba para hacer compras en los almacenes Barros y Saldos Arias, en el centro de la ciudad herculina. Dado que en casa no entró un televisor hasta que cumplí los ocho, aquellas primeras películas con las que pasaba horas hipnotizado —y que después revivía al capricho de mi fantasía en la soledad de mi habitación, ya como protagonista y con unos cuantos amigos invisibles como secundarios—, fueron las únicas imágenes en movimiento que disfruté en mi más tierna niñez. No, no quería ser guionista o director (ni sabía qué era eso), a los ocho años solo quería ser John Wayne, feo, fuerte y formal. Embrujado ya por la magia del cine, recién cumplidos los 10 años cayó en mis manos una revista con un artículo sobre cine amateur en Súper-8 con el grandilocuente título de “Los primeros pasos hacia el Óscar”. Aquel pequeño manual de aprendiz de cineasta constituyó mi particular Cinema Paradiso, haciéndome soñar con plasmar en la pantalla grande las historias imaginadas en mis juegos infantiles. A los 12 años le “robé” el tomavistas Súper-8 a mi padre y me puse ya manos a la obra. Desde entonces hasta hoy he seguido jugando a contar historias. Si bien es cierto que aún no he conseguido el Oscar® que prometían aquellas páginas, las estanterías de mi casa exhiben numerosos premios internacionales entre los cuales hay tres Goya, máximo galardón del cine español, incluido el de Mejor Guion Adaptado que en el año 2012 me concedió la Academia de las Artes y de las Ciencias Cinematográficas de España por la película “Arrugas” (Ignacio Ferreras, 2011). Es por ello que hoy me atrevo a publicar este libro, para contar mi experiencia, en la confianza de que servirá para facilitar el camino de otros guionistas, especialmente de aquellos que están empezando y aún no se han labrado una técnica propia (o, si no, al menos les servirá para descartar mi metodología y ahorrarles tiempo en la búsqueda de sus propias herramientas y destrezas inventivas). Pero sobre todo lo escribo con la esperanza de que provoque la misma ilusión y las mismas ganas de lanzarse a fabular historias a futuros guionistas, escritores y escribidores, como las que engendró en mí aquel promisorio artículo leído en mi ya muy lejana infancia.

He de confesar aquí que fui un niño muy fantasioso que se pasaba el día contando mentiras, pero no por necesidad, es decir, para librarme de algún castigo después de alguna trastada o fechoría infantil, sino por el simple placer de hacer la realidad cotidiana de aquella etapa pueril más interesante y extraordinaria. Sin saberlo aún, trataba ya entonces de llegar a la verdad a través de la ficción. Afortunadamente, con los años, el oficio de guionista me ha permitido canalizar aquella inocente tendencia a la farsa gracias a mantenerme ocupado diariamente en la invención de historias maravillosas.
                                                                                                                               
El esqueleto de este libro está confeccionado partiendo de los apuntes de numerosos talleres, clases magistrales, seminarios y conferencias que regularmente he venido impartiendo desde el año 2001 en másteres, escuelas y facultades, tanto de toda España, como en países tan diversos como Alemania, Argelia, Brasil, Federación Rusa, Macedonia, México, República Dominicana —este último compartido con mis colegas y amigos Diana López Varela y José Antonio Pastor— o el mismísimo Kirguistán, entre otros. Agradezco a mis alumnos de todo el mundo lo mucho que he aprendido de ellos en estos años, por lo mucho que me han hecho reflexionar e investigar acerca del tema que nos ocupa.

No es este, sin embargo, un Manual de Guion al uso en el que pretenda pontificar una técnica cerrada para intentar enseñar a escribir guiones, sino que, con toda modestia, intentaré tan solo aspirar a narrar lo más ordenadamente que pueda los métodos que yo utilizo para desarrollar mi oficio, aderezados con citas ajenas, además de ejemplos y anécdotas, experiencias y sensaciones particulares asimiladas en mi propio aprendizaje, en el afán de inculcar el deseo de escribir a quien esté interesado y que, posteriormente, cada uno pueda descubrir el sistema más adecuado para hacerlo. Y, sobre todo, intentaré entretener a mis lectores satisfaciendo la curiosidad de todos aquellos cinéfilos que sientan inquietud por conocer algunos de los variados mecanismos y métodos de trabajo del oficio.

Digo bien, oficio y no profesión, porque considero que el de guionista, como todos los oficios, solo se puede aprender con la práctica. Como el aprendiz de alfarero, al que por mucho que le expliquen teóricamente cómo se hace un botijo, hasta que él mismo hunda sus manos en el barro, venza el miedo a hacer un churro (al fracaso) y se lance a fabricar el primero, no conseguirá aprender y fijar una técnica. Es muy posible que a nuestro particular guionista-cacharrero no le salgan bien los primeros guiones-botijo que elabore, sin embargo, con perseverancia irá adquiriendo experiencia y conseguirá poco a poco convertirse en un buen artesano. Quizá más tarde, algunos de ellos —seguramente pocos— alcanzarán la excelencia y se convertirán además en artistas capaces de parir obras maestras, porque recordemos que en el cine fabricamos prototipos, ya que todas las historias son (o deberían ser) distintas. Pero nuestro primer empeño debe ser el de hacer que nuestro botijo funcione para el uso que se pretende: enfriar el agua, en ese caso —entretener, reflexionar, emocionar, etc., en el caso del cine—, es decir, convertirnos en buenos artesanos. No en vano artesano y artista comparten la misma raíz que “arte”, y un denominador común: imprimir su sello personal en el producto que elaboran.

Fue el director de fotografía estadounidense Gordon Willis —autor de la luz, entre otras, de “Annie Hall”, “Manhattan” o la saga completa de “El Padrino”— quien sentenció que «el cine es un oficio, no un arte». Según él, y yo estoy de acuerdo, el arte sale del oficio. Puedes tener una buena idea para pintar un cuadro, pero ¿sabes pintar? Si la respuesta es no, la idea carece de valor porque no tienes forma de poder expresarla. Lo que a uno le da libertad es la capacidad de poder realizar esa idea, no la idea en sí misma.

Mi segunda aspiración es hacer que el lector que ansía escribir, domine su miedo al fracaso y se arroje de lleno al trabajo asimilando algunos trucos que hagan más fácil su tarea pero confiriendo a sus guiones una mirada personal ya que aquí, y solo aquí, residirá la verdadera originalidad de su trabajo.

Casi todos los grandes escritores utilizan técnicas personales de todo tipo y muchos de ellos dedicaron buena parte de su tiempo y de su vida a intentar explicarlas generosamente a los demás. William Goldman, Jean-Claude Carrière o Doc Comparato, entre los guionistas, o Flaubert, Cortazar o Vargas Llosa, entre otros muchos grandes literatos, son algunos de ellos. García Márquez, por ejemplo, comparaba la escritura con el oficio del carpintero: «La escritura de ficción es un acto hipnótico. Uno trata de hipnotizar al lector para que no piense sino en el cuento que tú le estás contando y eso requiere una enorme cantidad de clavos, tornillos y bisagras para que no despierte. Eso es lo que llamo la carpintería, es decir es la técnica de contar, la técnica de escribir o la técnica de hacer una película. Una cosa es la inspiración, otra cosa es el argumento, pero cómo contar ese argumento y convertirlo en una verdad literaria que realmente atrape al lector, eso sin la carpintería no se puede».

Aparentemente podría parecer que el método más sencillo, una vez que tengamos una idea, es lanzarnos a escribirla. Es lo que se llama escribir de fuera adentro, pero mi experiencia me dice que tardaremos mucho en conseguir finalizar nuestro guion, haciendo que todo case y funcione correctamente, extraviándonos seguramente muchas veces por el camino y derrochando un tiempo precioso en reescrituras.

Mi primer guion de largometraje fue la película de animación “El bosque animado, sentirás su magia” (Ángel de la Cruz, Manolo Gómez, 2001). En aquella época, no tenía metodología alguna y escribía por intuición, por esa razón necesité veintidós reescrituras para poder concluirlo, ¡veintidós, nada menos! Casi veinte años más tarde, “Arrugas”, el libreto por el que nos galardonaron con el premio Goya al Mejor Guion Adaptado, solo necesitó tres.

Mi propuesta es escribir de dentro afuera, con un método preestablecido, paso a paso, etapa a etapa (sin saltarse ninguna) y, en este libro, trataré de mostrar las rutas que utilizo para facilitar la llegada a la meta (escribir un guion) disfrutando además del camino. No existen atajos, yo no creo en ellos porque los atajos son más cortos pero más lentos, ya que suelen ser veredas de tierra, trochas angostas y sin señalización, sendas mal trazadas por mitad de una selva oscura que, como a Dante, nos hacen perder la visión del recto sendero y, a la postre, emplear más tiempo en arribar a buen puerto, perdidos entre cantos de sirenas, e, incluso, malogrando nuestra singladura y haciéndonos naufragar en el intento. El camino que yo propongo, puede que sea más largo pero es más rápido porque está bien asfaltado, iluminado y señalizado. Y, es de todos sabido que, aunque la autovía tenga más kilómetros que la carretera comarcal, nos ahorrará tiempo y nos proporcionará mayor seguridad.

Pero además, y esto es quizá lo más importante, al utilizar esta técnica de escritura por etapas, aprenderemos a evitar la procrastinación, es decir, esa propensión tan común a diferir y aplazar nuestro trabajo en el tiempo sin que seamos capaces de llegar a finalizarlo nunca, provocándonos la consiguiente depresión o ansiedad. Lo que mi madre llamaba la vagancia de toda la vida. ¿Cuántos de vosotros habéis oído multitud de veces la frase “tengo una idea genial para una película”? O una novela, cuento, obra de teatro, etc. Y ¿cuántas de esas obras se han, no digo ya realizado, sino tan solo escrito? Seguro que muy pocas, porque escribir requiere un esfuerzo enorme para el que muy pocos están preparados pero que, si conseguimos hacerlo divertido y gratificante, muchos querrán probar y disfrutar. En el fondo, es solo cuestión de entrenamiento, de disciplina, orden y método.

Me explico. Si os planteáis recorrer algún día el Camino de Santiago —en concreto por su ruta más conocida del Camino Francés— y, ya en el punto de salida en Saint Jean de Pied de Port, en la frontera francesa, pensáis que os quedan por delante 775 km y un mes entero para hacerlo, seguramente desistáis del intento. Sin embargo, si en ese mismo momento calculáis que solo tenéis que llegar a Roncesvalles (final de la primera de las treinta y una etapas en las que se divide la Ruta Jacobea) y tan solo debéis superar 25 km ese día, sin preocuparos del mañana, tal vez decidáis echaros a andar alegremente. Todos los caminos comienzan con un paso. Este también.»