Un día cualquiera de la semana pasada. Madrid, 8:00 de la mañana. Todavía poco tráfico rodado por las calles del barrio de Chamberí. Un cruce. Alcanzo el borde de la acera. Miro el semáforo que tengo enfrente: el muñequito verde de los peatones comienza a parpadear. Bueno, no sé si es muñequito, muñequita o pareja de muñequitos o muñequitas cogidos/as de la mano. O en bicicleta, porque ahora en Madrid hay señalética para todos los gustos, no sea que alguien se sienta humillado u ofendido por no reconocerse en el macaco indicativo del semáforo. No me fijo porque estoy atento a ver si viene algún coche. No hay ninguno en lontananza y estoy completamente seguro de que me da tiempo a cruzar antes de que se ponga en rojo. Me lanzo a la calzada, no muy ancha, que con mi buena zancada puedo rebasar en seis o siete pasos. Pero, no bien he puesto un pie en ella, de una de las bocacalles perpendiculares aparece a toda velocidad un minúsculo Smart que gira casi derrapando hacia donde yo estoy cruzando. Calculo que va a unos 70 u 80 km/h. Desde luego no a menos de 50, como manda la normativa. Incluso acelera antes de dar el giro —señal inequívoca de que se está saltando su semáforo en ámbar (el suyo se pondrá en rojo para él y en verde para los peatones cuando el mío se ponga en verde para los coches y en rojo para mí)—. Me pilla a medio cruzar y el tipo tiene que frenar en seco dejando el dibujo de sus neumáticos tatuado en el asfalto. Yo, que casi lo veo encima, también detengo mi paso en seco y me quedo paralizado y lívido en mitad de la calle con un susto que hace que la camisa no me llegue al cuerpo y la adrenalina me salga por las orejas. En esos segundos de indecisión en los que ambos nos hallamos parados, el muñequito de mi semáforo se ponen definitivamente en rojo. No digo nada, solo le lanzo al Fittipaldi una mirada como diciendo: «Por poco me pagas por bueno; o yo a ti, porque tu coche estampado contra mis noventa y pico kilos en canal tampoco resultaría muy bien parado». Pero el tipo del coche observa ceñudo que en ese momento el semáforo de los peatones está ya en rojo y me dispensa una sonora y larga pitada de claxon. Ya a punto de llegar a la acera, le vuelvo a mirar, de nuevo en silencio pero, como él, también con el semblante huraño, como preguntando: «¿Qué (coño) pasa?». Y el tipo asoma la cabeza por la ventanilla y me dice de viva voz: «¡Lo tienes en rojo, imbécil!». Entonces, con las vasopresinas bailando la muiñeira por mi lóbulo frontal, trato de guardar la compostura lo mejor que puedo y le explico: «Estaba en verde, se puso en rojo ahora». Pero el tipo no me escucha y, persistiendo en su zaherimiento, me espeta arrebatado: «¡Hijo de puta!». En ese preciso instante, más rojo yo que el muñequito, pero de ira, siento cómo una oleada de sangre me sube a la cabeza y hace naufragar mi raciocinio contra un iceberg de sinrazón. Mi córtex prefrontal, alojado en mi cerebro tras la frente, responsable de la lógica y el razonamiento, se pone en modo “off”, mientas mi sistema límbico, ubicado en lo más profundo del hipotálamo comienza a segregar chorros y chorros de dopamina perturbando mi capacidad de pensar fríamente. Sin que yo pueda evitarlo, me giro hacia él y, en un tono de voz tan elevado como el suyo, le suelto: «¿Tienes prisa por conocer a tu padre?» No me reconozco en la frase de mal gusto que acabo de vomitar, como si la hubiese dicho otro. Pero no, tristemente la he pronunciado yo, segurísimo. Los peatones que en ese momento están cerca nos miran sorprendidos como si estuvieran en el circo de los horrores viendo a la mujer barbuda o al hombre elefante. Dos machitos alfa, con exceso de testosterona, rugiéndose en mitad de la selva para marcar su territorio. El tipo sigue despotricando e insultándome. Obnubilado ya del todo, desando el camino y voy derecho hacia él con la clara intención de meterle mi pie del 46 en su bocaza del 15. Afortunadamente para él (y para mí), el tipo se acojona ante mi metro noventa y sale quemando rueda como si acabase de ver al mismísimo diablo mientras grita sus últimos improperios, mentando a todos mis muertos entre exabrupto y exabrupto. Sigo mi camino con la tensión por las nubes y mis pulsaciones por encima de cien. Poco a poco, el córtex prefrontal vuelve al modo “on” y pienso: «He estado a punto de perder el juicio y soltarle un sopapo a un tipo que no había visto en mi vida, con las consiguientes consecuencias desagradables para ambos» Sí, era un gilipollas de tomo y lomo. No tenía razón, y aunque la hubiese tenido y el semáforo estuviese en rojo (que no lo estaba cuando yo inicié el cruce), tampoco eso le da ningún derecho a insultarme. Pero, del mismo modo, el hecho de que sea un gilipollas integral y me haya insultado no me autoriza a mí a utilizar en modo alguno la violencia y vapulearlo. La violencia física solo puede tener justificación para defenderse de la violencia física, pero nunca de la verbal. Porque la violencia solo engendra más violencia. Aunque tampoco se trata de poner la otra mejilla, para eso hay que ser muy cristiano de Dios. Y en ese momento me sentía con más ganas de iniciar la décima Cruzada o una Guerra Santa que de perdonar a mis enemigos, esos, Señor, que no saben lo que hacen. Ya más sereno, me arrepiento de mi actitud, hago acto de contrición y propósito de la enmienda al tiempo que dicto para mis adentros: «Cuando me vuelva a pasar algo parecido, tengo que pensar cómo lo haría Atticus». Atticus Finch, por supuesto, el inolvidable abogado de “Matar un ruiseñor”, ejemplo de tolerancia, paciencia y anuencia donde los haya. Seguramente Atticus hubiese pensado que el tipo realmente llevaba auténtica prisa por algún tema urgente de su incumbencia, por lo que fuera: llegaba tarde al trabajo, su madre estaba enferma y le necesitaba, su mujer o su hijo habían tenido un accidente, no sé, qué más da. Atticus no especularía ni mucho menos prejuzgaría. Quizá ese apremio y nerviosismo le impidió ver su semáforo en ámbar. Tal vez tampoco vio el mío parpadeando en verde y solo miró cuando ya estaba en rojo, creyendo efectivamente que yo estaba cruzando de forma indebida. Es posible que Atticus siguiese su camino sin decir ni pío, como un ruiseñor, o puede que simplemente, con un trino de voz diáfana y apacible, dijese: «Disculpe, caballero, mi semáforo parpadeaba y pensé que me iba a dar tiempo a cruzar. Que tenga usted un buen día». Y santas pascuas, todos tan contentos, sin necesidad de dar un bochornoso espectáculo en mitad de la vía pública de buena mañana. Sin duda, ese sería el comportamiento de Atticus Finch. A partir de ahora, cuando note que las hormonas animales del homínido me nublen los sentidos de civilizado sapiens, procuraré acordarme de Atticus y, antes de responder, me preguntaré a mí mismo: «¿Cómo lo haría Atticus?». Todo esto lo pensé después mientras continuaba mi camino. Eso sí, todavía con unas irresistibles ganas de haberle metido una patada en los dientes al soplagaitas del Smart. Porque es muy fácil comportarse como un gilipollas, pero verdaderamente difícil ser un señor (o señora) del talante de Atticus Finch. Sed felices.
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