Pelirrojo con mala leche (de pelirrojo)
Nadie dijo que iba a ser fácil, es cierto. Cuando nacimos no nos preguntaron si queríamos hacerlo, ni en qué país, ni cuándo. Y, desde el primer momento, para comprobar si respirábamos, lo primero que se le ocurrió al partero o comadrona de turno fue darnos un buen azote en nuestro flamante recién estrenado trasero para hacernos llorar. No se les pasó por la cabeza hacernos cosquillas, por ejemplo, para ver si nos reíamos, qué va. ¡Una buena nalgada! Esa fue nuestra bienvenida al mundo. Y, mientras nosotros llorábamos, todos a nuestro alrededor se reían satisfechos porque estábamos vivos. Si en ese momento tuviésemos conciencia (y, más tarde, memoria) de lo que estaba sucediendo, sin duda hubiésemos podido adivinar lo que se avecinaba: que nos lo iban a poner muy difícil. Aquel manotazo fue un adelanto de los palos que progresivamente iríamos recibiendo a lo largo de la existencia. Pero, en contra de lo que pueden presuponer tantos guantazos a diestra y siniestra, tal vez debemos alegrarnos de llorar, como con el primero, en vez de quejarnos y dolorenos, porque sin duda ello querrá decir que aún seguimos vivos.
Decía Ovidio (Metamorfosis, III, 135): “Esperad siempre a que llegue el
último día de un hombre, solo después (…) podréis declarar que fue feliz”.
Pues bien, hoy es nochevieja de 2014, el último día del año. ¿He sido
feliz? Como todos los años, ha habido buenos y malos momentos pero, hasta el
último día del año, la vida se empeña en ponérnoslo cuanto más difícil mejor. En
eso consiste la evolución, porque solo se evoluciona superando las
dificultades. O intentándolo al menos.
Pérdida de seres queridos, enfermedades varias, dificultades económicas,
amores frustrados, proyectos malogrados, ilusiones rotas. ¿Quién no tiene
problemas? Y, por si fuéramos pocos, la abuela Mariana parió a Wert, Gallardón,
Montoro, Mato y a ese lumbreras de Interior que condecora Vírgenes y que tiene unos
apellidos tan complicados de recordar —¿López Díez? ¿Díaz Fernández? ¿Fernández
López? ¿O era Sánchez?—. Todos tenemos (aparentemente) muchas cosas de las que
quejarnos. Sin embargo, soy de los que piensan, como Nietzsche —ya lo siento—,
que “lo que no me mata me fortalece”, porque efectivamente nos hacen
evolucionar, madurar, adquirir experiencia y crecernos en carácter y
personalidad. En fin, yo este año he adquirido un montón de experiencia y
supongo que, al final, saldré más fortalecido que nunca.
Pero hoy estoy cabreado, sí. No simplemente enfadado, sino muy cabreado, con la mala leche de los pelirrojos. Mi abuela materna, mamá Pepa, y su familia eran pelirrojos
—yo mismo lucí parte de mi barba grana en mis años mozos— y algún gen perdido debe
quedar todavía por ahí. Os preguntaréis ¿cómo se cabrean los pelirrojos? Os lo
diré: normalmente suelen ser gente pacífica, mujeres y hombres tranquilos, pero,
cuando estallan (y quizá por eso mismo), lo hacen como una olla exprés, como
una bomba de relojería, como un tsunami que todo lo arrasa. Y no dejan títere
con cabeza.
Tengo una actriz fetiche a la que quiero un montón —no voy a decir nombres,
porque seguro que la conocéis— y con la que he trabajado varias veces. Además
de ser una excelente profesional y una magnífica persona, es una mujer
encantadora. ¡Pero pelirroja! Nunca la había visto enfadada —todo lo contrario,
es dulce hasta decir basta— hasta que un día alguien le tocó los ovarios más de
la cuenta (afortunadamente no fui yo, ¡a Dios gracias!) y me tuvo pegado al
teléfono whastappeando improperios todo el trayecto de AVE de Málaga a Madrid.
Presumo de tener un léxico amplio y variado, sin embargo reconozco que aprendí muchos
soeces e insólitos insultos, que no sabía ni que existían, en esa conversación
ferroviaria de dos horas y cincuenta minutos.
Ayer, 30 de diciembre, a las 13:00 horas, recibí una llamada telefónica que
me alertaba de que un pago pendiente que tenía que hacerme efectivo este año el
Ministerio de Cultura se había paralizado porque, aunque yo había autorizado a dicho
Ministerio a comprobar telemáticamente que estaba al corriente con mis
obligaciones con la Agencia Tributaria, el servidor de Hacienda no les entregaba la documentación hasta dentro de 3 a 5 días. No se trataba de que tuviese una
deuda, condición que efectivamente hubiese anulado la transacción, sino
simplemente que el Ministerio de Hacienda no podía certificar que no la tenía
porque por lo visto están de vacaciones. Intenté conseguir uno con la firma
electrónica pero, igual que a ellos, la respuesta online fue la misma: "vuelva
usted mañana", que diría don Mariano José de Larra. O sea, lo tendrá dentro de 3
a 5 días. En Cultura insistían en que, o se entregaba ya, o perdía toda opción
de cobrar porque tenían que cerrar el año contable (solo me quedaría la alternativa
de presentar un recurso en el que, demostrando que efectivamente sí estoy al
día en mis obligaciones con las instituciones, dentro de 4 o 5 meses
resolverían presuntamente a mi favor). Entonces acudí en persona a la Delegación de la
Agencia Tributaria pero allí me indicaron que solo podía presentar una
solicitud cuya respuesta tardaría unos 10 días en llegarme por correo postal.
Recordé entonces que guardaba en casa uno de esos certificados impresos y
salí corriendo para ver qué fecha de validez indicaba. Mi cara de felicidad fue
total cuando comprobé que era por un año y no caducaba hasta junio de 2015. El
documento fue enviado por mail y me despreocupé de todo. Pero, ya por la tarde,
cuando la Delegación de Hacienda estaba cerrada, me respondieron que no les
servía porque dicho certificado era para "contratación" pero no para la
Administración Pública (cosa que, por cierto, por ningún lado ponía el papel).
Con todos los organismos cerrados, alguien me dijo que el día 31 era hábil para
entrega de documentación. Pasé la noche sin pegar ojo y a las 9:00 de la mañana
de hoy, 31 de diciembre, me personé nuevamente en la Delegación de Hacienda dispuesto a
llorarle a quien hiciera falta. Cuando entré, descubrí que no había nadie a quien llorar, tan
solo un funcionario en Registro para cuñar y sellar impresos de entrada que en modo alguno
podía ayudarme.
Traté de ponerme en contacto otra vez con el Ministerio de Cultura pero, aunque llamamos
varias personas insistentemente durante toda la mañana a cinco números de
teléfonos distintos, no conseguimos que se pusiera al aparato ser humano alguno porque solo
salía un mensaje grabado en un contestador.
Desesperado, redactamos un escrito alegando todo lo que estaba sucediendo y
que si no disponía de ese certificado, no era por tener contraídas deudas
administrativas sino por causas burocráticas totalmente ajenas a mi voluntad. A
las 12:30 más o menos, lo entregué en el Registro del Gobierno Civil. No
satisfecho, a continuación llamé a mi abogado para ver las implicaciones que
aquello podía acarrearme. Con muy buen tino, este me sugirió la posibilidad de
redactar una Declaración Jurada en la que expusiera de nuevo que me hallaba al
corriente de mis obligaciones tributarias en el plazo establecido y que, en
cuanto me diesen el documento, lo entregaría. A las 14:30 regresé nuevamente al
registro del Gobierno Civil. ¡Cerrado a cal y canto! En la puerta un cartel informaba:
“Abierto de lunes a viernes de 9:00 a 17:30 y los sábados de 9:00 a 14:00”. Por
lo visto, hoy miércoles, es sábado para la Administración. Por consejo de mi
abogado, me dirigí a la central de Correos que está justo enfrente, con ánimo
de enviar la Declaración Jurada mediante un Certificado Administrativo.
¡También cerrada! Solo dos oficinas —en sendos centros comerciales— están hoy
abiertas hasta las 20:00 h. Salí disparado a la oficina de correos de El Corte
Inglés y a las 15:30 h, conseguí enviar la declaración previo pago de las tasas correspondientes.
A las 16:00 h llegué a casa agotado y hastiado, con la sensación de haberme convertido
en un nuevo George Bailey —el protagonista de ¡Qué bello es vivir!— pero, a diferencia de
él, no me esperaban todos los vecinos para abonar a escote el pago pendiente.
De modo que, hoy, ningún ángel del tres al cuarto se va a ganar sus puñeteras alas.
Me puse a escribir esta entrada en el blog y, cuando son casi las 19:00 h,
todavía sin haber comido, he recordado que es fin de año y he perdido
miserablemente toda la jornada. Quería haber dedicado el día a felicitar el año
nuevo a mis amigos, conocidos y allegados pero, visto lo visto, me han robado el tiempo y se me han
quitado las ganas. Disculpadme. El viernes día 2 a las 9:00 de la mañana tengo
que volver a Hacienda para ver si algún alma caritativa (o algún amigo) puede
darme el dichoso certificado, con la incertidumbre de no saber si he perdido definitivamente la
opción de cobrar o, en el mejor de los casos, de que se demore el pago otros
cinco meses hasta que resuelvan el recurso.
Si habéis llegado hasta aquí, ahora os lanzo una advertencia: saltaos el siguiente párrafo si os consideráis personas respetables que no deseáis leer groserías, pues no querría por nada del mundo herir vuestra sensibilidad.
Esta noche no voy a tomar las uvas porque se me atragantarían. En lugar de
eso, me tomaré un cóctel de Lexatín y Alprazolám, regados con cava catalán, y
me meteré en la puta cama para ver si duermo del tirón hasta el viernes. Las uvas,
por lo que a mí respecta, se las puede meter el cenutrio de Montoro por donde le quepan (mejor
por la uretra que por el culo) y que celebre él el año de mierda que nos han
hecho vivir Alibabá y toda su banda de 40 ladrones. Si os topáis con ellos,
apretaos los esfínteres porque os querrán encular seguro.
El parágrafo anterior, señoras y señores, es exactamente la manifestación verbal de la auténtica mala leche del pelirrojo.
No obstante, gracias María, Javier, Sonia, Laura, Fernando, Esther y José,
por todo lo que me habéis ayudado con las gestiones ayer y hoy. A ver si sirven
de algo.
Y ¡adiós 2014!, no te echaré de menos. Me lo has puesto difícil hasta el
jodido último día. No podía tener otro final más difícil este año.
Claro que, como decía aquel simpático botones hindú del Hotel Marigold: “todas
las historias acaba siempre con un final feliz y, si no es así, es porque
todavía no es el final”.
Así que... ¡sed felices, coño!