Con mi familia de acogida saharaui (abril 2003), musulmana y generosa.
Como cualquier persona con dos dedos de frente, deploro los
crímenes que se han cometido en París contra la revista Charlie Hebdo, como en
su día los execrables atentados del 11-S, el 11-M o tantos otros que se perpetran
cada cierto tiempo en nombre de un presunto Dios, supuestamente grande y
misericordioso. Desgraciadamente, y por este motivo, hay mucha gente en Europa
y en todo el mundo que confunde y asocia Islam y religión musulmana con
fundamentalismo, extremismo religioso o yihad (guerra santa), cuando las
primeras víctimas de ese fanatismo son los propios musulmanes sojuzgados por
algunos (bastantes) líderes talibanes religiosos que, interpretando
erróneamente sus Escrituras y apoyados por líderes políticos igual de fanáticos,
imponen y predican el terror sobre todo aquel que no profese sus creencias.
Eso no es Islam. Eso es pura y llanamente terrorismo criminal,
venga de donde venga, practicado por una banda de crueles asesinos sin
escrúpulos que buscan imponer por la fuerza de la violencia sus propias, intransigentes
y equívocas creencias.
Contra ellos, desde luego, en virtud de nuestra irrenunciable
libertad de expresión, apuntaban precisamente los chistes y viñetas de la
revista satírica francesa. Y el horror más sectario y fanático se ha ensañado
trágicamente contra sus autores.
Sin embargo, me asusta tanto la intolerancia radical religiosa
como la incipiente intolerancia islamofóbica occidental.
Las creencias religiosas —sean cuales fueran— o su ausencia, son
siempre un acto individual, privativo e intransferible. Y, como tal, dichas
creencias son absolutamente respetables en su totalidad. Creer en algo o no creer en nada es una elección personal que en aras de las libertades (entre otras, de expresión, opinión, conciencia, culto o pensamiento) estamos obligados a respetar, lo compartamos o no. Ser cristiano, judío,
budista, musulmán o ateo no convierte a nadie en asesino. Pero quien mata
incumple un mandamiento sagrado en cualquier religión y quebranta el principio
ético más inviolable de la humanidad: el derecho a la vida. Porque, cuando quitas la vida a otro ser
humano le despojas de todo lo que es y le arrebatas todo lo que podría haber
llegado a ser.
El "pater familias" después de la cena, leyéndonos un extracto del Corán (abril, 2003).
Las razias, la yihad, las salvajes ejecuciones, las ablaciones, el
burka, etc., no son en modo alguno una manifestación de la cultura islámica.
Son simplemente las cadenas con las que los creyentes musulmanes son
avasallados por sus líderes más retrógrados que imponen, a día de hoy, el miedo
y el horror a su antojo en algunos países, como en nombre de un Dios cristiano
se impuso el terror en la Europa en la Edad Media a golpe de sangre,
torturas y fuego.
En mi primer viaje al Sáhara, con otros tres gallegos, entre ellos
(primero por la izquiereda) Moncho Lemos de TVG (abril, 2003).
Conozco como turista muchos países musulmanes. He visitado por distintos motivos Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Arabia Saudí y Yemen. Pero, insisto, en calidad de turista. Sin embargo, tuve la inmensa suerte de poder convivir en dos ocasiones con
familias musulmanas. Fue en abril de 2003 y en octubre de 2005, en el Sáhara.
Concretamente en Tindouf (Argelia), en dos campamentos de refugiados saharauis
a los cuales habíamos acudido un grupo de cineastas españoles para llevar
nuestras películas y un poco de alegría y distracción al más árido de los
desiertos, además de toda la ayuda económica que podíamos. Recuerdo que, por mi
parte, conseguí una ayuda de 6.000 euros en material escolar para entregar a
las escuelas de los campamentos, donados por la Xunta de Galicia —en concreto,
por el desaparecido Consorcio Audiovisual de Galicia— con la excusa de impartir
un taller de animación a los niños saharauis.
En mi segundo viaje, para impartir un taller de animación infantil,
con Amaia, Beatriz y Esther (octubre, 2005),
En ambas ocasiones me alojé en sus humildes jaimas (tiendas del desierto) y en ambas
ocasiones pude comprobar su enorme hospitalidad. Iba con mucho miedo, por si allí
nos encontrábamos con esa intransigencia radical de la que tanto había oído
hablar. Pero lo que encontré fue una gente generosa, hospitalaria, piadosa, tolerante,
devota en sus creencias pero respetuosa con las de los demás y con nuestros
símbolos y nuestras costumbres, donde no maltrataban a las mujeres —antes bien,
parecía un matriarcado o, al menos, en casa mandaban ellas—, donde las chicas,
que llevaban su velo islámico cubriéndoles la cabeza, como es su costumbre, o
se pintaban con henna sus símbolos (no muy distintos a los tatuajes que puede
lucir también cualquier hombre o mujer occidentales), respetaban a las mujeres
europeas con sus piernas y hombros al descubierto, y hasta nos sacaban a bailar
por la noche después de una sobria y frugal cena al son de su pegadiza música árabe
(si me apuráis, hasta diría que alguna me tiró los trastos).
Después de la cena, llegaba el baile. ¡Y había que bailar! Ya lo creo...
Reconozco que a nosotros nos resultaba gracioso ver a los hombres
con sus chilabas y turbantes, también un símbolo idiosincrásico de su cultura. A ellos, por el
contrario, les resultaba chocante ver a algunos jóvenes occidentales con sus
pantalones de potra baja que dejaban sus gayumbos de colores a la vista. Pero no les
molestaba, antes bien, se reían a mandíbula batiente mostrando sus más enormes
y desdentadas sonrisas (a decir verdad, yo también me reía con ellos). Cuando
por el día te fustigaba el sol abrasador del lugar, o por la noche te
paralizaba el gélido frío del desierto, o, a todas horas, el viento te llenaba
de arena los ojos, la boca y el pelo, comprendías la razón cultural de su
vestimenta y pedías por favor que te regalasen un turbante y un manto —y las
chicas un velo— para protegerte del calor, del frío y del polvo.
El desierto, maravilloso y terrible, es la causa real de gran parte de los símbolos culturales islámicos.
No, no es lo mismo cultura islámica que fundamentalismo,
extremismo o intolerancia religiosa, en modo alguno.
Como una imagen vale más que mil palabras, os dejo a continuación
una colección de fotos de ambos viajes para que valoréis por vosotros mismos
todo lo que os estoy contando.
La hospitalidad del pueblo musulmán:
Amaia disfrutando del té de bienvenida (octubre, 2005)
La comida a base de cuscús, arroces o pastas y, los días de fiesta, pollo o camello (abril, 2003)
De lo poco que tienen, todo lo ponen en la mesa para ti (octubre, 2005)
Con el donativo en efectivo que dejamos, se gastaron una parte en comprarme
un traje de los de "las fiestas" (abril, 2003)
Sus duras condiciones de vida:
¿Hay alguien que todavía piense que musulmán y terrorista es lo mismo? Gracias por distinguir.
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