Os decía la semana pasada que, para generar ideas, a mí me asisten nueve musas:
Calíope,
la elocuencia del encargo.
Clío,
la historia retrospectiva.
Erató,
la poesía de los mitos.
Euterpe,
la música del costumbrismo.
Melpómene,
la tragedia de los sucesos.
Polimnia,
el sagrado canto de la adaptación.
Talía,
la comedia de los sentidos.
Terpsícore,
la danza de las modas.
Urania, la ciencia de la inducción.
Urania, la ciencia de la inducción.
Hoy os presentaré las tres primeras. Ahí van.
Calíope, la elocuencia del encargo.
La
más simple. Florece cuando alguien nos confía la escritura de un guion dándonos
un punto de partida. Normalmente suele ser solicitada por un productor o, a veces, un
director.
Lógicamente,
al guionista que está comenzando, por no ser todavía un profesional reconocido,
nadie le llamará para encargarle nada. Y ahí está la clave: no solo hay que
escribir y hacerlo bien, sino darse a conocer.
Si
para el ejercicio de la profesión de actriz o actor es absolutamente
imprescindible que los conozcan —ya que realmente trabajan con su cuerpo, su
físico, su voz—, tengo muy claro que también lo es para el resto del personal
técnico y artístico de una producción audiovisual, en este caso, el guionista.
No es extraño que muchas veces, cuando un jefe de producción busca a un
determinado profesional para cubrir un puesto, de entre todos los posibles y,
en condiciones iguales de experiencia y meritoriaje, elegirá a la última
persona con la que haya trabajado, que haya visto o a la que tenga más accesible. Jugarretas de nuestra
memoria.
Recuerdo
que, cuando empezaba a escribir, con menos vida social que mis gatas Nena y Tusa, enviaba mis
guiones a convocatorias de ayudas y concursos, así como a cuanta productora
audiovisual, cuya dirección caía en mi poder, había. A pesar de mi empeño, no conseguí
vender ninguno y, en el mejor de los casos, recibía una carta en la que me
agradecían el esfuerzo y me aseguraban que sería tenido en cuenta para futuros
trabajos. Tanto es así que llegó un momento en el que tenía que hacer
verdaderas virguerías para conseguir llegar a final de mes. De hecho, sospecho
que mi nevera no tenía telarañas exclusivamente porque a los arácnidos no se
les da bien vivir en ambientes fríos. Fue entonces cuando acepté un trabajo
como gerente de una asociación de productoras que, además de generarme unos
ingresos fijos estables, me permitía seguir en contacto con el sector y me
dejaba algún tiempo libre para escribir. Una de mis funciones como gerente de
aquella asociación era la de representar a sus socios ante las instituciones,
asistir a reuniones de trabajo con el sector y a fiestas, estrenos, entregas de
premios, etc. O sea, me obligó a ser más sociable. Todo ello me permitió
conseguir de forma natural una visibilidad que antes no poseía. Solo ejercí un
año y medio pero, al final de esa etapa, volví a presentar aquellos mismos guiones, sin cambiar ni una coma, a diversas ayudas y productoras y… ¡comenzaron
a salir! La diferencia era que ahora me conocían o, por decirlo gráficamente, “ponían cara” a mis proyecto. La mía.
Para
potenciar esta musa debemos hacer llegar nuestros currículos a las
productoras, pero no de forma indiscriminada y anodina, sino después de haber
estudiado qué empresas nos interesan más, buscando la forma más original y
diferente de presentarnos y llevándolos en persona para que nos vean la cara y
para poder conocer al jefe de personal o encargado de recursos humanos de
turno, al que le haremos saber que le llamaremos más adelante o nos dejaremos
caer de nuevo por allí en alguna otra ocasión. No se trata de ser pesados, se
trata de diferenciarnos para vender (explicaré mi técnica más adelante, en la tercera parte de este curso “Venta y comercialización”). Pero, de momento, recordad que:
NO SOLO HEMOS DE SABER VENDER NUESTRO PROYECTO,
SINO TAMBIÉN A NOSOTROS MISMOS
Para ello, no está de más acreditarse en festivales, matricularse en charlas,
conferencias y másteres, asistir a mercados, presentarse en estrenos,
fiestas o incluso alternar en locales y bares de copas frecuentados por
productores y directores (conociendo previamente su trabajo para poder entablar
conversación con ellos, si se diera la ocasión).
Por
último, una pregunta capciosa: ¿qué tienen en común Hitchcock, Walt Disney o
Clint Eastwood? Un director, un
productor y un director-productor (además de actor). ¿Sabríais responder? Pues su
denominador común es que no escribieron un solo guion en toda su vida, pero
como si lo hubiesen hecho ya que cada uno de ellos supo crearse su propio
estilo e imprimir su particular mirada en cada una de sus películas. Sin
embargo, todos ellos necesitaron de la colaboración de los guionistas, bien
porque estos le hicieran llegar un guion terminado —que nadie les había
encargado— que les gustó (procedimiento conocido en la industria americana como
“spec-script”) o bien porque les
rondaban ideas por su cabeza, para lo que tuvieron que contratar a profesionales
de la escritura a quienes se las contaron, trabajando codo con codo con ellos.
El
“spec-script” (escribir un guion sin
previo encargo y mandarlo luego a productores y directores con la esperanza de
venderlo) está cada vez más en desuso por el tiempo y esfuerzo que conlleva
terminar una obra y la frustración que produce comprobar después, en muchos
casos, que no le interesa a nadie. Además, terminar un guion puede llevar
muchos meses, años incluso, y muy pocos profesionales pueden permitirse el lujo
de disponer de un largo tiempo sabático solo para escribir.
Mi
recomendación es que, cuando tengáis una buena idea, la trabajéis hasta la fase
del tratamiento (el sexto peldaño de nuestra escalera de papel) y, con una
adecuada presentación (de nuevo, os remito a la tercera parte de este taller, cuando lleguemos allí, “Venta
y comercialización”) movedla en el mercado. Resultará siempre más fácil
convencer a cualquier buen productor creativo con una buena idea abierta —sin
terminar de escribir—, en donde también ellos pueda aportar sus sugerencias y
criterios, que con otra totalmente cerrada en la que ya no puedan contribuir prácticamente
de ninguna forma. Además, así no habremos perdido tanto tiempo si no
conseguimos venderla y, si lo conseguimos, lo más probable es que nos encarguen
desarrollarla pero ya percibiendo algún tipo de remuneración. Normalmente, en
estos casos se firma un contrato de opción de compra y/o de cesión de derechos en
el que se señalan unos plazos y unos pagos a cuenta con cada entrega o versión
del guion.
Clío, la historia
retrospectiva.
Es
sin duda la más importante fuente de inspiración para nuestras historias porque
la propia vida es una fuente inagotable de recursos. Ya decía Flaubert que «cualquier hombre [y mujer] que
supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus
memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa».
Surge
recordando y rememorando, que para mí son dos facultades distintas. Es como un
fructífero manantial con dos fuentes. Recordar (re-cordar) es algo así como
recuperar las vivencias y sentimientos del corazón (“cor”, en latín), buceando en nuestras experiencias —incluyendo las
oníricas— y en las anécdotas biográficas propias que figuradamente parecen
estar almacenadas en el corazón porque nos han hecho sentir determinadas
sensaciones o emociones. Sin embargo, rememorar (re-memorar) sería recuperar
datos de la memoria, almacenados en nuestra mente (del latín, “mens”), que no son vividos sino
aprendidos, muchas veces provenientes de las experiencias y anécdotas que otras
gentes, como familiares y allegados, nos han contado. Para espolearla recomiendo
hojear álbumes de fotos familiares, organizar cenas con amigos de la infancia,
dedicar tiempo a las “batallitas” de nuestros padres y abuelos, etc.
Un
ejemplo muy evidente podría ser el de Karen
Blixen, más conocida como Isak
Dinesen, que escribió “Memorias de África” inspirándose en su propia
vida, y que muchos años después sería adaptada a la pantalla grande (Out of
Africa, Sydney Pollack, 1985). Fellini escribió y dirigió “Fellini, ocho y medio” (8 ½,
Federico Fellini, 1963) basándose en
su propia experiencia e intimidad en un momento, precisamente, de falta de
inspiración creativa.
Ejemplo
curioso resulta también cómo le llegó a Erich
Segal la inspiración del argumento de “Love
Story” (Arthur Hiller, 1970), que luego él mismo adaptaría también a guion
cinematográfico para la película del mismo título. Cuenta la leyenda que se
despertaba, casi a diario, en mitad de la noche con lágrimas en los ojos por
causa de un sueño recurrente que le evocaba una gran historia de amor. Lo malo
es que a la mañana siguiente ya no recordaba absolutamente nada del sueño.
Alguien le recomendó dormir con una libretita y un lápiz en la mesilla de noche
a fin de que, cuando se despertase, anotase la idea rápidamente durante el
duermevela, antes de que volviese a caer en las redes de Morfeo o espabilase
por completo y la olvidase. Así lo hizo y de nuevo se despertó en mitad de la
noche emocionado con la historia. Enseguida, tomó su libreta y garabateó la
idea que tanto le enternecía. Seguidamente, se volvió a quedar profundamente
dormido. A la mañana siguiente, ya había olvidado el sueño pero recordó feliz
que esta vez lo había anotado. Muy ufano, alcanzó su libreta de la mesilla de
noche y leyó el apunte que él mismo había hecho a vuelapluma: «Un hombre ama a una mujer». Y de ahí,
con dos personajes y una acción, nació una de las historias de amor más conmovedoras
del siglo XX.
Algunas
veces, nuestros recuerdos y experiencias (o las de los seres conocidos) no proporcionan material suficiente para escribir el guion de una película, pero seguramente
muchas de estas anécdotas y vivencias nos servirán para escribir de forma más
realista, verosímil y emotiva determinadas secuencias de un guion. A fin de
cuentas, el cine nunca debe dejar indiferente y su misión fundamental es provocar
en el espectador determinados sentimientos: alegría, miedo, tristeza, etc., dependiendo
del género y del tono en el que estemos trabajando. Siendo así, muchas veces,
cuando quiero resolver una secuencia haciendo sentir emociones al público,
busco en mi interior alguna situación del pasado en la que yo mismo haya
percibido tal sentimiento, con su consiguiente reacción: risa, llanto, susto.
Ni que decir tiene que resulta muy duro cuando exploras en viejas heridas o situaciones
dolorosas, para escribir alguna secuencia dramática, por ejemplo. Pero el
resultado, además de terapéutico, suele compensar ese sufrimiento revivido.
Escribiendo
el guion de “El sueño de una noche de san
Juan” (Ángel de la Cruz, Manolo Gómez, 2005), mi coguionista y amiga Beatriz Iso y yo concebimos una secuencia
clave en la que Demetrio, un banquero despiadado y sin escrúpulos, chantajeaba
al viejo duque Teseo, gobernador de Oniria, solicitando la mano de su hija
Elena (con la oculta intención de llegar él mismo a gobernador del ducado) a
cambio de un empréstito para aliviar la crisis financiera del país.
Inicialmente escribimos que el bueno de Teseo se enojaba hasta el punto de echarlo
del palacio con cajas destempladas. Pero la secuencia era insípida y, desde
luego, poco original. Yo quería que tuviese cierta violencia implícita, pero a
la vez resultase elegante, como correspondería al carácter del bondadoso Teseo.
Vino a mi memoria entonces un recuerdo de mi adolescencia cuando un amigo y
compañero de colegio, en ausencia de sus padres, nos invitó a varias compañeras
y compañeros de clase a una fiesta en su casa. Aquel guateque, en el que corrió
el alcohol, acabó convirtiéndose en una pequeña bacanal que terminó
abruptamente cuando, por sorpresa, aparecieron sus padres en el piso. En el
momento en que su progenitor entró en el salón y vio aquel terrible desmadre, digno
de “National Lampoon's Animal House” (Desmadre a la americana, John Landis, 1978), se hizo un silencio
absoluto y todos nos quedamos paralizados mirándole sin saber cómo reaccionar.
Entonces, él, con flema gallega y sin despeinarse un pelo, nos soltó: «Tengan la bondad de abandonar esta casa»… ¡Todavía se me ponen
los pelos como escarpias al recordarlo!
Seguramente
si el padre de mi amigo se hubiera puesto como un energúmeno, pues razón no le
faltaba, la hubiese perdido en parte por las malas formas. Pero con aquellos
exquisitos modales nos dio una auténtica lección y, rápidamente, todos salimos
de la casa avergonzados y violentados… que era la sensación que yo deseaba
imprimir a mi escena. Y así fue como quedó: Teseo, después de escuchar la coercitiva
propuesta de Demetrio, se quedó mirándolo en silencio unos segundos y, a
continuación, muy serio, le rogó: «Tenga
la amabilidad de abandonar el palacio». Mucho mejor, a mi juicio, que como estaba escrita
inicialmente.
Al
hilo del ejemplo anterior, os comentaré que casi siempre, para crear
determinados efectos, como violencia, sensualidad, emoción, pánico, etc., nos
funcionará mejor la sutileza que la evidencia.
Con la sugestión haremos partícipe al publico y nuestra historia tendrá más posibilidades de ser recordada. En la película “También la lluvia” (Icíar Bollaín, 2010), el magnífico guionista escocés afincado en España Paul Laverty —a quien tuve el placer de conocer en el 2003 en los campos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia) durante un surrealista partido de fútbol en el que nos enfrentamos el cine español contra la selección saharaui (y que perdimos 5-0, normal jugando yo de defensa)—, habitual de Ken Loach, rizando el rizo de la metaficción, escribió la arriesgadísima pero emocionante historia de un equipo de rodaje español que se traslada a la selva de Bolivia para filmar una película sobre Cristóbal Colón y denunciar algunos de los desmanes de los españoles en la conquista de América. En mitad del rodaje, el equipo queda atrapado por el estallido de la Guerra del Agua, una revuelta popular real que tuvo lugar en Cochabamba en el año 2000. En una determinada secuencia (del rodaje dentro del rodaje), Sebastián (Gael García Bernal), el joven director del film en la ficción, trata de explicarles la siguiente escena del guion a un grupo de mujeres figurantes que han sido convocadas con sus bebés, caracterizados todos como indígenas taínos de la época colombina. En concreto, la secuencia narra la persecución de este grupo de nativas por soldados españoles que azuzan tras ellas una jauría de perros, por lo que deben simular ahogar a sus hijos en un río para ahorrarles el sufrimiento de ser devorados por los canes. Lógicamente, Sebastián les explica que los niños no correrán ningún peligro pues, antes de ser sumergidos en el agua, cortarán la toma y cambiarán a los bebés por muñecos en el siguiente plano. Las mujeres se niegan en redondo a prestarse al simulacro y, para desesperación del director, abandonan la localización plantando el rodaje. Cuando Sebastián intenta entender el porqué de aquella negativa, Carlos, el personaje de un actor boliviano que interpreta al jefe indio Hatuey (Juan Carlos Aduviri), que ejerce además de traductor del quechua, simplemente le dice: «Es que no son capaces ni de imaginarse algo así». Esta secuencia de “También la lluvia” es inolvidable, con una fuerza conmovedora y una verosimilitud que seguramente no hubiera sido capaz de igualar la falsa película sobre los conquistadores (de haber sido un verdadero rodaje) con la escena de ficción en la que se pretendía representar con tan brutal realismo la ejecución de aquel infanticidio.
SIEMPRE ES MEJOR SUGERIR QUE VER
Con la sugestión haremos partícipe al publico y nuestra historia tendrá más posibilidades de ser recordada. En la película “También la lluvia” (Icíar Bollaín, 2010), el magnífico guionista escocés afincado en España Paul Laverty —a quien tuve el placer de conocer en el 2003 en los campos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia) durante un surrealista partido de fútbol en el que nos enfrentamos el cine español contra la selección saharaui (y que perdimos 5-0, normal jugando yo de defensa)—, habitual de Ken Loach, rizando el rizo de la metaficción, escribió la arriesgadísima pero emocionante historia de un equipo de rodaje español que se traslada a la selva de Bolivia para filmar una película sobre Cristóbal Colón y denunciar algunos de los desmanes de los españoles en la conquista de América. En mitad del rodaje, el equipo queda atrapado por el estallido de la Guerra del Agua, una revuelta popular real que tuvo lugar en Cochabamba en el año 2000. En una determinada secuencia (del rodaje dentro del rodaje), Sebastián (Gael García Bernal), el joven director del film en la ficción, trata de explicarles la siguiente escena del guion a un grupo de mujeres figurantes que han sido convocadas con sus bebés, caracterizados todos como indígenas taínos de la época colombina. En concreto, la secuencia narra la persecución de este grupo de nativas por soldados españoles que azuzan tras ellas una jauría de perros, por lo que deben simular ahogar a sus hijos en un río para ahorrarles el sufrimiento de ser devorados por los canes. Lógicamente, Sebastián les explica que los niños no correrán ningún peligro pues, antes de ser sumergidos en el agua, cortarán la toma y cambiarán a los bebés por muñecos en el siguiente plano. Las mujeres se niegan en redondo a prestarse al simulacro y, para desesperación del director, abandonan la localización plantando el rodaje. Cuando Sebastián intenta entender el porqué de aquella negativa, Carlos, el personaje de un actor boliviano que interpreta al jefe indio Hatuey (Juan Carlos Aduviri), que ejerce además de traductor del quechua, simplemente le dice: «Es que no son capaces ni de imaginarse algo así». Esta secuencia de “También la lluvia” es inolvidable, con una fuerza conmovedora y una verosimilitud que seguramente no hubiera sido capaz de igualar la falsa película sobre los conquistadores (de haber sido un verdadero rodaje) con la escena de ficción en la que se pretendía representar con tan brutal realismo la ejecución de aquel infanticidio.
Erató, la poesía de los
mitos.
Brota
por reflejo de algún mito clásico que, con tanto acierto, utilizaron muchos
autores desde la antigüedad. Realmente podría decirse que ya está todo contado,
cualquier historia que se nos pueda ocurrir, ya ha sido escrita en épocas
anteriores varias veces, solo que convenientemente adaptada a su tiempo y, sobre
todo, contada con la visión particular y única de cada autor. En realidad, cada
generación ha copiado a las anteriores adaptando una y otra vez los grandes
mitos en distintos contextos y coyunturas. Lo expresó espléndidamente Harold Bloom en su “La angustia de las influencias”: «un autor nuevo es fuerte (strong) si es
capaz de digerir las inevitables influencias de los autores precedentes,
dotándolas de un sello inconfundiblemente propio».
¿Cómo? Con fuerza interior y experiencia personal, asegura.
Por
supuesto, nos ayudará mucho a encontrar ideas el leer a los clásico griegos y
latinos en general, comenzando por las tragedias de Esquilo, Sófocles o Eurípides, entre otros padres de la
dramaturgia, o las comedias de Menandro
o Aristófanes, cuyos enredos, juegos
de palabras y gags son de una actualidad asombrosa. Como ejemplo, el gesto soez
e insultante de hacer una higa o peineta, tan supuestamente contemporáneo, aparece
utilizado como un efecto cómico en la obra “Las
Nubes” de Aristófanes, cuando un
presunto paleto al que le preguntan por un verso dáctilo, yergue el dedo
corazón y pregunta, para hilaridad del público: "¿Cuál…? ¿Este?". Y de ello hace ya más de 2400 años.
Siempre
recomiendo como iniciación “Las metamorfosis”, del poeta romano Ovidio (43 a.C.-17 d.C.), en la que
trata de contar la historia mitológica del mundo desde su creación. Muchos de
los relatos que narra en sus hexámetros no eran originales sino crónicas que
había recogido de la tradición oral. Esta obra tuvo una grandísima influencia
en muchos escritores medievales y, más tarde, en el Renacimiento y el Barroco, como Cervantes, Calderón o Lope
de Vega, en el Siglo de Oro español, o el mismísimo Shakespeare, en el teatro isabelino inglés, tantas veces adaptado e
imitado.
Sirva
de ejemplo la trágica historia de “Píramo y Tisbe”, recogida por Ovidio, que inspiró la maravillosa
tragedia de “Romeo y Julieta” de William
Shakespeare y, posteriormente, docenas de adaptaciones cinematográficas del
mismo mito, literales o libres, a lo largo y ancho de los cinco continentes, entre
las que destacan entre otras: Romeo and
Juliet (George Cukor, 1936), West
Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins,
1961), Romeo e Giulietta (Franco Zaffirelli, 1968), Montoyas y Tarantos (Vicente
Escribá, 1989), Romeo + Juliet (Baz Luhrmann, 1996), Romeo debe morir (Romeo must Die, Andrzej Bartkowiak, 2000),
Kebab connection (Anno
Saul, 2005), High School Musical (Kenny Ortega, 2006), Step Up (Anne
Fletcher, 2006) o Alacrán Enamorado (Santiago
Zannou, 2013), por ejemplo.
Para
que comprobéis que las cosas no han cambiado mucho desde entonces, os
recomiendo también la lectura de “El arte
de amar”, “Amores” y “Remedios de amor”, también de Ovidio, que hoy serían tres fantásticos
manuales de autoayuda donde, respectivamente, explica a los hombres cómo
conseguir el amor de una mujer, cómo mantener el amor ya conseguido y da consejos
a la mujer para seducir a un varón. Os puedo asegurar que las técnicas del
ligue no han evolucionado tanto en estos últimos dos mil años.
Mi
afición por los clásicos me llevó también a encontrar el argumento ideal para
mi segunda película de animación, “El
sueño de una noche de san Juan”. En realidad, yo había propuesto adaptar la
novela del escritor gallego Álvaro
Cunqueiro titulada “Las crónicas del
sochantre”, una estupenda historia ambientada en la Revolución Francesa,
que narra las aventuras del joven sochantre de Pontivy, Charles de Crozón, cuando
recibe el encargo de tocar el bombardino en el entierro de un vecino de Quelven.
Al protagonista lo va a buscar un carruaje en el que viajan cinco extraños
personajes que enseguida descubre que son los fantasmas de cinco criminales fallecidos
por muertes violentas (incluso los caballos de la carroza están también
muertos). En su espectral road-movie
por la Bretaña francesa, cada uno va contando su canallesca historia mientras
viven varias aventuras que finalizan en un pueblo donde son confundidos con una
compañía de actores italianos que habían sido contratados para interpretar
“Romeo y Julieta”, cosa que los fantasmas tendrán que hacer para disimular.
A
mí me parecía una historia genial y llena de ironía. Escribí un tratamiento e
incuso llegué a viajar aquel verano en coche a Bretaña para conocer los lugares
en donde transcurría la acción, región que el propio Cunqueiro confesaba en el prólogo de su obra que jamás había
visitado.
Al
productor no le gustó. Hacía poco que se había repuesto de una enfermedad que a
punto estuvo de dar con sus huesos en la tumba, como los fantasmas del relato, y no quería saber nada de
muertos. Me pidió que siguiera buscando. Afortunadamente, por una asociación de
ideas, recordé que la comedia de Shakespeare
“El sueño de una noche de verano”, terminaba
de forma similar cuando varios artesanos, encabezados por el jocoso Bottom, representaban
una escena de “Píramo y Tisbe” (como
dijimos, precursores de Romeo y Julieta) en las bodas de Teseo e Hipólita. Cunqueiro y su sochantre me llevaron a Romeo
y Julieta, estos a Píramo y Tisbe, y con ellos aterricé en la noche de verano
de Shakespeare. Y, como no tenía
muertos ni fantasmas, me acabaron encargando la adaptación que escribí al alimón con Beatriz Iso.
Películas
como “Poderosa Afrodita” (Mighty
Aphrodite, Woody Allen, 1995), “My Fair Lady” (George Cukor, 1964), “O Brother, Where Art Thou?” (Joel y Ethan Coen, 2000), “Frankenstein” (James Whale, 1931) o “La bella y la bestia” (Beauty
and the Beast, Gary Trousdale, Kirk Wise,
1991) y “La sirenita” (The
Little Mermaid, Ron Clements, John
Musker, 1989) y hasta la mismísima saga de “El señor de los anillos” (The
Lord of the Rings, Peter Jackson,
2001, 2002, 2003), nunca se hubiesen escrito ni rodado sin la existencia de los
mitos de Afrodita, Pigmalión y Galatea, la Odisea, Prometeo, Eros y Psique, y Tritón
o el Anillo de Giges, mencionado por Platón
en el libro 2º de su República, que… ¡volvía
invisible a quien se lo ponía!
Un
inciso para una puntualización que poco tiene que ver con este taller pero que conviene recordar en aras de una convivencia
más tolerante. La Vieja Europa, y por extensión todo la cultura occidental, es
heredera de los clásicos, especialmente de las ideas de Platón y de la lógica de Aristóteles,
entre otros muchos pensadores. Hoy, que el choque de civilizaciones parece
enfrentar al mundo en bandos irreconciliables, debemos más que nunca estar agradecidos
al islamismo medieval por haberlos salvado para nosotros en su época más
dorada. Así es, mientras en la Alta Edad Media (siglos V al XI) en Europa,
inmersos en el más horrible de los fanatismos, nos dedicábamos a quemar libros
(cuando no supuestas brujas o herejes), hasta aniquilar prácticamente todo el
saber de la Grecia clásica, en Bagdad el califa al-Ma’mun (siglo IX) tuvo un sueño en el que se le aparecía Aristóteles —¡bendita visión!— y dedicó
su vida a recopilar todos los manuscritos griegos que encontró para traducirlos
al árabe en una escuela de traductores que él mismo había fundado. Sí, fueron
los musulmanes quienes, además de enseñarnos matemáticas con los números que habían
importado de la India y
que más tarde se hicieron universales con el nombre de numerales arábigos,
tradujeron a su lengua semítica a la mayor parte de los escritores y filósofos griegos.
Gracias a ello, ya en el siglo XII con la Escolástica —nuestro primer
renacimiento clásico, antes del Renacimiento del siglo XVI—, las únicas copias
que existían de estos libros volvieron a traducirse del árabe al griego original
y al latín, desde los califatos de Bagdad y Córdoba, y muy especialmente en la denominada,
siglos más tarde, escuela de traductores de Toledo en Al-Andalus, preservando así
nuestra cultura y lo que hoy somos todos nosotros.
O
sea, tres recomendaciones: leed a los clásicos, leed a los clásicos, leed a los
clásicos. O, como aconsejaba Gustave
Flaubert a su amante y también escritora Louise Colet, en su correspondencia amorosa y sobre la creación
literaria: «¿Sabes lo que deberías hacer?
Adquirir el hábito piadoso de leer todos los días un clásico durante al menos
una hora». Y es que Flaubert
pensaba que «el talento, como la vida, se
transmite por infusión».
Propuesta de ejercicios:
Con excepción de la Musa por Encargo (tiempo habrá para que algún productor o director se interese por nosotros), desarrollad en unas pocas líneas dos ideas diferentes inspiradas en la Musas de la Retrospectiva y de los Mitos. ¿Necesitáis un empujoncito? A ver, ¿qué os parece para la retrospectiva, por ejemplo, una idea basada en "mi primer día de colegio, instituto, universidad, trabajo, vacaciones, etc."? Evocad el que más rabia os dé y buscad un conflicto. Y para los mitos, por ejemplo, Sísifo, o Narciso, o Aracne, o Hipólita. Buscad quiénes son y qué representan, cuáles fueron sus leyendas y, a continuación, trasladadlas a nuestra época y entorno y encontrad un problema para la historia.
Hasta la semana que viene. ¡Sed felices!