El pasado viernes tuve el honor de recibir el premio de Honra de XOCIVIGA, las Xornadas de Cine e Video de Galicia, que desde hace 33 años se vienen celebrando regularmente en O Carballiño. Antes de nada, quiero agradecer, una vez más, al jurado que me concedió el galardón no solo el premio en sí mismo, que también, sino el simple hecho de haber pensado en mí como merecedor de él. Gracias igualmente a todos los que hacen posible las Xociviga: el Concello do Carballiño, la Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia, a través de su Secretaría de Cultura, además de la AGADIC y la Diputación de Ourense, así como a todos los patrocinadores y miembros de la organización.
Es de todos sabido que, cuando te dan un premio de honor, no lo hacen por ninguna obra en concreto, sino que tratan premian todo el conjunto de tu trayectoria profesional, que en mi caso es un totum revolutum de padre y muy señor mío. Tengo que decir que, días atrás, cuando recibí la llamada del alcalde de O Carballiño, Francisco Fumega, para comunicarme la decisión del jurado, yo todavía me consideraba a mis 54 años un “joven prometedor”. Pero he de decir que, al colgar el teléfono y sin solución de continuidad, me sentí ya como una “vieja gloria”. Quizá no tanto como Gloria Swanson en "Sunset Boulevard" (Billy Wilder, 1950), pero casi como Erich von Stroheim en su papel de servicial mayordomo de la diva. No sé. Lo que sí sé es que no hay (no hubo) término medio. Y es que un premio así te hace reflexionar acerca de lo que ha sido tu vida, al menos tu vida profesional, hasta el presente.
Una vida con un solo deseo que surge, ¡madre mía!, hace más de medio siglo. Porque me enamoré del cine cuando, con menos de cuatro años, siendo aún hijo único y viviendo en Lariño —el pueblo de mi abuela en el ayuntamiento de Carnota—, mi madre, con Agustín y sus hermanas, me llevaban de la mano al salón-teatro de Muros o a Lira, donde los fines de semana pasaban pelis de vaqueros o romanos. Y también bélicas ambientadas en la II Guerra Mundial, donde los ejércitos aliados, en los que curiosamente todos sus soldados hablaban un perfecto castellano, luchaban contra los malísimos nazis que siempre hablaban alemán (sin subtítulos ni nada), aunque reír se reían también en castellano, cosa que de niño me parecía prodigiosa y que me hizo concluir, no sin asombro, que la risa debía ser virtud muy internacional y patrimonio común a todos los pueblos.
Ya de vuelta a mi ciudad natal y nacida mi hermana Susana, mi madre me dejaba muchas tardes en el desaparecido cine Coruña, mientras ella paseaba el carrito de la recién alumbrada por el centro de la ciudad. ¡Muchas películas disfruté gracias a esos paseos materno filiales!, entre ellas, la primera cuyo título recuerdo: "El justiciero de Kansas", un western europeo (coproducción germano-yugoslava), popurrí de todos los tópicos del cine del oeste habidos y por haber, que protagonizaba Stewart Granger. También pude por aquella época disfrutar de los programas dobles de los cines de barrio —como el Alfonso Molina, el Finisterre, el Rex, etc.— que incluían desde comedias de los hermanos Marx o de ese francés hijo de gallega llamado Louis de Funès, a más vaqueradas y péplums rodados en España e Italia. Daba igual lo que echaran, la cuestión era «ir al cine», entrar en su interior, sentarse en una butaca, esperar a que se apagaran las luces y maravillarse con el milagro de aquellas imágenes en movimiento transportadas a una inmensa pantalla a través de un haz de luz proyectado desde el fondo del local. Tanto más cuanto que, por aquel entonces, en casa no teníamos televisor.
Pocos años después, cuando ya fui consciente de la existencia de una cartelera en donde se podía elegir previamente la película que querías ver, di el salto a los clásicos —aunque yo aún no sabía que lo eran—, siempre que fuesen «toleradas», que así se denominaban entonces las películas clasificadas para todos los públicos. Especialmente revelador para mí fue descubrir el cine de mi admirado John Ford, pero antes que a él, a su alter ego en la pantalla: John Wayne. Sí, lo tuve claro: de mayor quería ser John Wayne, feo, fuerte y formal. Y, por extensión, quería ser actor, cualquier actor, porque lo que me apetecía era contar historias y no fue hasta la adolescencia cuando descubrí que las historias no las contaban los actores y actrices (o no solo), sino sobre todo unos tipos que estaba detrás de las cámaras (cuando aprendí que había también cámaras) que narraban las ideas que con anterioridad otros tipos ponían negro sobre blanco en el papel.
Me enamoré del cine, en definitiva, como Salvatore “Toto” se enamoró en el Nuevo Cinema Paradiso viendo las películas en celuloide que proyectaba en aquella sala el viejo Alfredo. O, más cerca de aquí, concretamente en Forcarei, de la misma forma que se enamoró el aún niño Chano Piñeiro en el viejo cine Colón, donde oficiaba de proyeccionista el señor Barreiro. ¿Me pregunto ahora cuántas personas se habrán enamorado del cine en las proyecciones que desde hace más de tres décadas se vienen haciendo anualmente en las Xociviga? Seguramente muchas. Por eso es tan importante este premio para mí. No solo porque me siento muy unido a O Carballiño, por los muchos amigos que allí he hecho —especialmente Miguel Anxo Fernández, que generosamente me ha regalado su más sincera y sólida amistad, aprecio, confianza y complicidad a lo largo de casi treinta años—, sino porque mantener vivas jornadas como estas es de vital importancia para educar a las nuevas generaciones. Sobre todo en esta época en la que han desaparecido prácticamente todas las salas de cine de las villas y pueblos de pocos habitantes y tan solo se mantienen las salas de las ciudades, casi todas en multicines de grandes superficies comerciales.
Hoy, en un mundo donde parece que ya no hay lugar para Cinemas Paradiso, ni cines como el Coruña, el Colón o cualquiera de los anteriormente mencionados, es más importante que nunca mantener activas iniciativas como las Xociviga. Lo ideal sería además extenderlas a todas las ciudades, pueblos, villas y aldeas del país para poner la experiencia de ver cine, exhibido en su templo sagrado, al alcance de todo el mundo, aunque solo sea durante una semana al año. Porque películas (y series) se pueden ver en el televisor de casa, ya lo sé, o incluso en el ordenador o en el móvil. Pero enamorarse hasta las cachas del CINE, con mayúsculas, solo se puede experimentar en una sala acondicionada para ello: la sala del cinematógrafo donde, como en cualquier otra religión, puedas adorar a tus dioses rindiéndoles la pleitesía que se merecen. Estoy seguro que de ahí, no solo saldrán los y las mejores profesionales del futuro, sino, lo que es más importante, también los buenos espectadores del mañana. Porque, de la misma manera que para gozar de la buena literatura antes alguien tiene que enseñarte a leer, para disfrutar de una buena película, antes tienes que aprender la forma más adecuada de verla.
Solo cuando te enamoras del cine con esa pasión, eres capaz de todo por conseguir «hacer cine». Y esa fue mi meta desde niño. No se trataba solo de dirigir —fijaos bien que no digo ser director, que una cosa es querer ser director y otra bien distinta querer dirigir— sino «hacer cine», que creo que es lo que he hecho o intentado desde que he tenido uso de razón, convirtiéndome, ya de adulto y por este orden, en dibujante de story-boards, ayudante de decoración, director artístico, guionista, director, montador, productor, productor ejecutivo y hasta ocasional “actor” —lo digo con la boca pequeña, ¡ay!—, feo, fuerte y formal, con frase en alguna producción.
Insisto, no puedo estar más ilusionado y agradecido por este premio. Pero el mérito no es mío. Porque ¿qué mérito puede tener alguien que solo hace lo que le gusta? ¿Qué mérito posee la persona cuyo oficio le permite conocer tanta gente y tan variopinta o desarrollar tantas y tan variadas disciplinas? ¿Cuál es el valor de aquel cuya profesión le posibilita viajar a tantos festivales y mercados, conociendo distintas culturas, lenguas, personas e idiosincrasias, enriqueciendo de esa manera su vida? Y, sobre todo, ¿en dónde reside el merecimiento de quien ha sido obsequiado con el privilegio de vivir en una sola existencia tantas vidas distintas como historias sea capaz de imaginar? Ha sido un honor recibir este premio en el marco y contexto de estas jornadas tan llenas de amor al cine. Nunca las dejéis morir. Nunca dejéis morir el cine, el cine en sala, el de verdad, el “theatrical”, como lo llaman los americanos.
Esto trae a mi memoria el día que constaté que había cruzado el punto de no retorno de mi vida profesional. Sucedió un par de años después del estreno de mi primer largometraje, “El bosque animado”. Era el año 2003 y se celebraba el primer Fisahara, Festival Internacional de Cine del Sahara, en los campos de refugiados saharauis de Tinduf, en Argelia. Me invitaron a participar con “El bosque animado” y allí me fui, al campamento de Smara, para convivir con una familia saharaui que me acogió en su humilde haima como si fuese un miembro más de la prole. En el desierto tampoco había salas de cine, ni televisores, ni radios, ni internet, ni cobertura para telefonía móvil. La organización llevó hasta allí un proyector de 35 mm y una gran pantalla que se instaló al aire libre. Las proyecciones comenzaban al anochecer, sobre las seis de la tarde, cuando el sol se ponía y las únicas luces eran las provenientes del centelleo de miles de estrellas sobre el desierto. Para el pase de “El bosque animado” aparecieron tres mil niños procedentes de los campamentos cercanos que, sentado sobre la arena del desierto, provocaban un impresionante barullo con su griterío y bullicio. Pero, nada más comenzar la película, se hizo un silencio sobrecogedor. Todos aquellos niños fueron abducidos por las imágenes de la pantalla en una singular catarsis milagrosa que me recordó a la que yo mismo había experimentado en mi infancia. Muchos de ellos, los más pequeños que habían nacido allí y todavía no habían tenido nunca la oportunidad de salir de aquel arenal y, por lo tanto, jamás habían visto imágenes en movimiento, se quedaron fascinados, con sus grandes ojos negros absortos en la pantalla.
Al final, por votación mayoritaria del jurado formado íntegramente por saharauis del lugar, nos dieron el primer premio del festival, la «Rosa del Desierto». Pero el auténtico premio fue haber llevado el cine al desierto, la sala más grande en donde jamás he visto una película. Creedme, no hay premio como ese. Excepto, quizás, que tus amigos te den un premio de honor en tu casa.
¡Larga vida a las Xociviga! ¡Larga vida al cine! Sed felices ;)
O Carballiño, 4 de agosto de 2017. [Fotos de Aldara Pagán]
Es de todos sabido que, cuando te dan un premio de honor, no lo hacen por ninguna obra en concreto, sino que tratan premian todo el conjunto de tu trayectoria profesional, que en mi caso es un totum revolutum de padre y muy señor mío. Tengo que decir que, días atrás, cuando recibí la llamada del alcalde de O Carballiño, Francisco Fumega, para comunicarme la decisión del jurado, yo todavía me consideraba a mis 54 años un “joven prometedor”. Pero he de decir que, al colgar el teléfono y sin solución de continuidad, me sentí ya como una “vieja gloria”. Quizá no tanto como Gloria Swanson en "Sunset Boulevard" (Billy Wilder, 1950), pero casi como Erich von Stroheim en su papel de servicial mayordomo de la diva. No sé. Lo que sí sé es que no hay (no hubo) término medio. Y es que un premio así te hace reflexionar acerca de lo que ha sido tu vida, al menos tu vida profesional, hasta el presente.
Una vida con un solo deseo que surge, ¡madre mía!, hace más de medio siglo. Porque me enamoré del cine cuando, con menos de cuatro años, siendo aún hijo único y viviendo en Lariño —el pueblo de mi abuela en el ayuntamiento de Carnota—, mi madre, con Agustín y sus hermanas, me llevaban de la mano al salón-teatro de Muros o a Lira, donde los fines de semana pasaban pelis de vaqueros o romanos. Y también bélicas ambientadas en la II Guerra Mundial, donde los ejércitos aliados, en los que curiosamente todos sus soldados hablaban un perfecto castellano, luchaban contra los malísimos nazis que siempre hablaban alemán (sin subtítulos ni nada), aunque reír se reían también en castellano, cosa que de niño me parecía prodigiosa y que me hizo concluir, no sin asombro, que la risa debía ser virtud muy internacional y patrimonio común a todos los pueblos.
Ya de vuelta a mi ciudad natal y nacida mi hermana Susana, mi madre me dejaba muchas tardes en el desaparecido cine Coruña, mientras ella paseaba el carrito de la recién alumbrada por el centro de la ciudad. ¡Muchas películas disfruté gracias a esos paseos materno filiales!, entre ellas, la primera cuyo título recuerdo: "El justiciero de Kansas", un western europeo (coproducción germano-yugoslava), popurrí de todos los tópicos del cine del oeste habidos y por haber, que protagonizaba Stewart Granger. También pude por aquella época disfrutar de los programas dobles de los cines de barrio —como el Alfonso Molina, el Finisterre, el Rex, etc.— que incluían desde comedias de los hermanos Marx o de ese francés hijo de gallega llamado Louis de Funès, a más vaqueradas y péplums rodados en España e Italia. Daba igual lo que echaran, la cuestión era «ir al cine», entrar en su interior, sentarse en una butaca, esperar a que se apagaran las luces y maravillarse con el milagro de aquellas imágenes en movimiento transportadas a una inmensa pantalla a través de un haz de luz proyectado desde el fondo del local. Tanto más cuanto que, por aquel entonces, en casa no teníamos televisor.
Pocos años después, cuando ya fui consciente de la existencia de una cartelera en donde se podía elegir previamente la película que querías ver, di el salto a los clásicos —aunque yo aún no sabía que lo eran—, siempre que fuesen «toleradas», que así se denominaban entonces las películas clasificadas para todos los públicos. Especialmente revelador para mí fue descubrir el cine de mi admirado John Ford, pero antes que a él, a su alter ego en la pantalla: John Wayne. Sí, lo tuve claro: de mayor quería ser John Wayne, feo, fuerte y formal. Y, por extensión, quería ser actor, cualquier actor, porque lo que me apetecía era contar historias y no fue hasta la adolescencia cuando descubrí que las historias no las contaban los actores y actrices (o no solo), sino sobre todo unos tipos que estaba detrás de las cámaras (cuando aprendí que había también cámaras) que narraban las ideas que con anterioridad otros tipos ponían negro sobre blanco en el papel.
Me enamoré del cine, en definitiva, como Salvatore “Toto” se enamoró en el Nuevo Cinema Paradiso viendo las películas en celuloide que proyectaba en aquella sala el viejo Alfredo. O, más cerca de aquí, concretamente en Forcarei, de la misma forma que se enamoró el aún niño Chano Piñeiro en el viejo cine Colón, donde oficiaba de proyeccionista el señor Barreiro. ¿Me pregunto ahora cuántas personas se habrán enamorado del cine en las proyecciones que desde hace más de tres décadas se vienen haciendo anualmente en las Xociviga? Seguramente muchas. Por eso es tan importante este premio para mí. No solo porque me siento muy unido a O Carballiño, por los muchos amigos que allí he hecho —especialmente Miguel Anxo Fernández, que generosamente me ha regalado su más sincera y sólida amistad, aprecio, confianza y complicidad a lo largo de casi treinta años—, sino porque mantener vivas jornadas como estas es de vital importancia para educar a las nuevas generaciones. Sobre todo en esta época en la que han desaparecido prácticamente todas las salas de cine de las villas y pueblos de pocos habitantes y tan solo se mantienen las salas de las ciudades, casi todas en multicines de grandes superficies comerciales.
Hoy, en un mundo donde parece que ya no hay lugar para Cinemas Paradiso, ni cines como el Coruña, el Colón o cualquiera de los anteriormente mencionados, es más importante que nunca mantener activas iniciativas como las Xociviga. Lo ideal sería además extenderlas a todas las ciudades, pueblos, villas y aldeas del país para poner la experiencia de ver cine, exhibido en su templo sagrado, al alcance de todo el mundo, aunque solo sea durante una semana al año. Porque películas (y series) se pueden ver en el televisor de casa, ya lo sé, o incluso en el ordenador o en el móvil. Pero enamorarse hasta las cachas del CINE, con mayúsculas, solo se puede experimentar en una sala acondicionada para ello: la sala del cinematógrafo donde, como en cualquier otra religión, puedas adorar a tus dioses rindiéndoles la pleitesía que se merecen. Estoy seguro que de ahí, no solo saldrán los y las mejores profesionales del futuro, sino, lo que es más importante, también los buenos espectadores del mañana. Porque, de la misma manera que para gozar de la buena literatura antes alguien tiene que enseñarte a leer, para disfrutar de una buena película, antes tienes que aprender la forma más adecuada de verla.
Solo cuando te enamoras del cine con esa pasión, eres capaz de todo por conseguir «hacer cine». Y esa fue mi meta desde niño. No se trataba solo de dirigir —fijaos bien que no digo ser director, que una cosa es querer ser director y otra bien distinta querer dirigir— sino «hacer cine», que creo que es lo que he hecho o intentado desde que he tenido uso de razón, convirtiéndome, ya de adulto y por este orden, en dibujante de story-boards, ayudante de decoración, director artístico, guionista, director, montador, productor, productor ejecutivo y hasta ocasional “actor” —lo digo con la boca pequeña, ¡ay!—, feo, fuerte y formal, con frase en alguna producción.
Insisto, no puedo estar más ilusionado y agradecido por este premio. Pero el mérito no es mío. Porque ¿qué mérito puede tener alguien que solo hace lo que le gusta? ¿Qué mérito posee la persona cuyo oficio le permite conocer tanta gente y tan variopinta o desarrollar tantas y tan variadas disciplinas? ¿Cuál es el valor de aquel cuya profesión le posibilita viajar a tantos festivales y mercados, conociendo distintas culturas, lenguas, personas e idiosincrasias, enriqueciendo de esa manera su vida? Y, sobre todo, ¿en dónde reside el merecimiento de quien ha sido obsequiado con el privilegio de vivir en una sola existencia tantas vidas distintas como historias sea capaz de imaginar? Ha sido un honor recibir este premio en el marco y contexto de estas jornadas tan llenas de amor al cine. Nunca las dejéis morir. Nunca dejéis morir el cine, el cine en sala, el de verdad, el “theatrical”, como lo llaman los americanos.
Esto trae a mi memoria el día que constaté que había cruzado el punto de no retorno de mi vida profesional. Sucedió un par de años después del estreno de mi primer largometraje, “El bosque animado”. Era el año 2003 y se celebraba el primer Fisahara, Festival Internacional de Cine del Sahara, en los campos de refugiados saharauis de Tinduf, en Argelia. Me invitaron a participar con “El bosque animado” y allí me fui, al campamento de Smara, para convivir con una familia saharaui que me acogió en su humilde haima como si fuese un miembro más de la prole. En el desierto tampoco había salas de cine, ni televisores, ni radios, ni internet, ni cobertura para telefonía móvil. La organización llevó hasta allí un proyector de 35 mm y una gran pantalla que se instaló al aire libre. Las proyecciones comenzaban al anochecer, sobre las seis de la tarde, cuando el sol se ponía y las únicas luces eran las provenientes del centelleo de miles de estrellas sobre el desierto. Para el pase de “El bosque animado” aparecieron tres mil niños procedentes de los campamentos cercanos que, sentado sobre la arena del desierto, provocaban un impresionante barullo con su griterío y bullicio. Pero, nada más comenzar la película, se hizo un silencio sobrecogedor. Todos aquellos niños fueron abducidos por las imágenes de la pantalla en una singular catarsis milagrosa que me recordó a la que yo mismo había experimentado en mi infancia. Muchos de ellos, los más pequeños que habían nacido allí y todavía no habían tenido nunca la oportunidad de salir de aquel arenal y, por lo tanto, jamás habían visto imágenes en movimiento, se quedaron fascinados, con sus grandes ojos negros absortos en la pantalla.
Al final, por votación mayoritaria del jurado formado íntegramente por saharauis del lugar, nos dieron el primer premio del festival, la «Rosa del Desierto». Pero el auténtico premio fue haber llevado el cine al desierto, la sala más grande en donde jamás he visto una película. Creedme, no hay premio como ese. Excepto, quizás, que tus amigos te den un premio de honor en tu casa.
¡Larga vida a las Xociviga! ¡Larga vida al cine! Sed felices ;)
O Carballiño, 4 de agosto de 2017. [Fotos de Aldara Pagán]
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