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domingo, 30 de julio de 2017

¡Es la guerra! ¡Más madera!


La semana pasada recibí un mensaje desde un número desconocido cuya cabecera decía: «Posiciones vencidas». Al principio me alarmé mucho porque estos días estoy leyendo el libro de Lorenzo Silva titulado “Recordarán tu nombre”, biografía del general Aranguren, militar gallego de la Guardia Civil leal a la República, y me hallaba en aquel momento saboreando los capítulos correspondientes a los años anteriores a la contienda española, inmerso en plena guerra de África, concretamente en el desembarco franco-español de Alhucemas —franco porque participó la armada francesa, no por el otro de Ferrol (aunque también andaba por allí en sus años mozos de coronel, cuando no tenía quien le escribiese)—. ¡Alhucemas! ¡Ríete tú de Normandía o Dunkerque! Qué buen material para una superproducción si hubiera buen cineasta y aun mejor industria. El caso es que aquel brevísimo aviso me pareció un extracto más propio de un parte de guerra que anuncio comercial. «¿Posiciones vencidas? ¿Habrá estallado la guerra y yo no me he enterado?», fueron las primeras preguntas que me hice (sin haber reflexionado mucho, lo reconozco). Como disculpa he de decir que, a mi juicio, la situación actual de la política española no difiere mucho de la de entonces y tiene evidentes puntos en común con aquellos convulsos años que van desde la dictadura de Primo de Rivera hasta el final de la Guerra Civil, pasando por la República. «¡Que Dios nos pille confesados!», pensé. Lo primero que hice fue abrir mi Twitter. Si hubiera estallado un conflicto bélico, especulé sagazmente, habría ya miles de chistes y memes, interpuestos por centenares de preclaras mentes tuiteras, circulando por las redes para solaz del vulgo, con un Mariano “Lerroux” Rajoy, ataviado de mariscal de campo, intentando meter en cintura a Carles “Companys” Puigdemont, mientras este declara por enésima vez la República Catalana, ante las protestas de Pedro “Largo Caballero” Sánchez, las bravatas de Pablo “Buenaventura Durruti” Iglesias y el aplauso de Albert “Gil Robles” Rivera. Pero no, nadie hacía mención a tal acontecimiento. Pena, hubieran conseguido ser trending topic.

De modo que, temblando por vergüenza más que por miedo, abrí el mensaje para leer el resto de su contenido, temiéndome que la frase continuase con una arenga parecida a: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…» O el ejército azul. O morado, o naranja, o verde, o rosa fucsia, que para gustos se pintan colores, vaya que sí. Nada más alejado. La frase continuaba con una enigmática proposición: «Le agradecemos que pase por su oficina a la mayor brevedad posible». Aquello en vez de tranquilizarme me perturbó mucho más. ¿Qué podría ser lo que ha sucedido en mi oficina, sin que yo me haya enterado, para que se me conmine con esa urgencia a pasar por ella? ¿La habrían bombardeado con misiles de crucero? ¿Gaseado con gas mostaza? Llamé a María, mi socia, porque ella pasa mucho más tiempo en la oficina que yo, que suelo trabajar en el despacho que tengo habilitado en casa. Pero no la localicé en ese momento, de modo que, obediente como soy, me subí al coche y puse rumbo a la oficina, ojo avizor por si me seguía algún dron militar. Al llegar, comprobé que seguía en pie, que todo estaba en orden y nada anormal había sucedido.

En ese preciso instante, sonó mi teléfono móvil. En la pantalla podía leerse “Desconocido”. De nuevo me eché a temblar pensando cuánto daño nos habían hecho el gran Dani de la Torre y Vaca Films con su película. Desde que Spielberg filmó “Tiburón” y todos los niños que en los setenta éramos dejamos de bañarnos en la playa más allá del límite del meyba, a mitad del muslamen, no hay nada que me dé más pavor que contestar a un desconocido en el teléfono móvil. Empero, atendí la llamada. Fue, sin embargo, una desconocida la que, con voz recia de sargento interino (o mejor, de brigada, que le sería más propio por ser también sustantivo femenino), después de saludarme, me preguntó muy briosamente si había recibido un mensaje informándome de mis posiciones vencidas. ¡Otra vez aquel enigma bélico! La situación comenzaba a tener tintes de espionaje, o tal vez contraespionaje, ¡vete tú a saber!, que yo nunca me aclaro en las pelis de espías y las más sencillas me parecen escritas por Ingmar Bergman. Le iba a responder que sí, pero en vez de eso me salió del alma, en tono muy marcial, un «¡Afirmativo!». No sé, suena tonto, pero me pareció que esta expresión era más castrense. No sea el demonio que, aunque hace tiempo que no estoy en edad de reclutamiento, aquella conversación fuera el inicio de una movilización general de reservistas. Por si acaso, intenté recordar en dónde habría guardado mi cartilla militar. Hice la mili en la 42ª Compañía de Policía Militar de Barcelona, en el Cuartel del Bruch de Pedralbes, pero realmente yo estaba adscrito al Regimiento de Infantería “Jaén 25” y, cuando me dieron la blanca al licenciarme —con la consabida calificación, diplomática y sutil donde las haya, de: «valor, se le supone»—, quedé en la reserva destinado al Regimiento de Infantería “Zamora 8” con base en Ourense. Aunque, que yo sepa, hace más de 25 años que lo han desmantelado. Al mismo tiempo, y a falta del Credo, comencé a repasar mentalmente el himno de infantería, porque nunca se sabe dónde habrá que arrancarse por bulerías: «Ardor guerrero vibra en nuestras voces y de amor patrio henchido el corazón…». Conseguí recitar interiormente la primera estrofa completa, aprendida a sangre y fuego en mi Servicio Militar, aunque creo que cambié algo la melodía y me quedó un poco a ritmo de guajira.

Viéndome ya vestido de caqui, el casco calado en la cabeza hasta las cejas, con el barboquejo ajustado al mentón y el cetme echado a la chepa, la mujer me explicó que llamaba del banco con el que tenía formalizada mi hipoteca y que, habiendo cargado la cuota mensual de la misma, el saldo acreedor de mi cuenta no había podido satisfacer completamente el monto deudor del recibo. Tardé unos larguísimos segundos en destrincar el mensaje encriptado —tengo una disfunción lateral y con acreedor y deudor me pasa lo mismo que con babor y estribor, siempre me hago un lío y dudo—, pero al final lo descifré. A continuación, me informó también que debía pasarme por mi oficina —en realidad, “su oficina”, no sé a qué ese empeño de adjudicarme su propiedad— para regularizar los importes vencidos no satisfechos. «A la orden de vuecencia», pensé disciplinado, ascendiéndola directamente de simple brigada a general de ídem, todavía embutido en mi ensoñación bélica. No quise mentar en ese momento que a ver cuándo me devolvía el banco a mí los importes vencidos cobrados ilegalmente por la dichosa cláusula suelo que me endiñaron en su día por la retaguardia sin vaselina ni nada, más los gastos de formalización irregulares y sus correspondientes intereses, no fuera que la liásemos. Para qué echar más leña al fuego, ya se encargarán los abogados.

Todo había quedado claro: no había estallado la guerra. Nada de eso, ¡qué va! Se trataba tan solo de la batalla diaria en la que combatimos la mayoría de los mortales, especialmente los mortales autónomos. O sea, buscarnos la vida en una guerra de guerrillas para poder liquidar nuestros compromisos, nuestros impuestos, nuestras deudas adquiridas, el agua, la luz, el gas, el teléfono, comportándonos como buenos soldados, dispuestos a batirse en las trincheras dando lo mejor de su vida por la patria —o por las muchas patrias y matrias nutricias a las que ahora estamos sojuzgados—, con ese supuesto valor que se nos presume, derramando sangre, sudor y lágrimas, como dijo el otro, para que el país funcione medianamente, mientras nuestros generales dirigen cómodamente la contienda desde sus despachos, sus palacios y sus gabinetes de mando, cuando no están divirtiéndose con sus tontadas encaminadas a dilucidar, mientras «cantan aguerridos como urogallos en marzo» (enciclopedia Álvarez  dixit), si esto es una nación de naciones, una federación plurinacional, un estado de nacionalidades, un estado de la mente o una diarrea mental. En el fondo, lo de siempre. Una guerra como cualquier otra, donde también hay bajas, sobre todo entre los peones: muertos y lisiados de todo tipo. Pero sin que los gerifaltes de turno bajen al campo de batalla ni para declarar las hostilidades previas. Una guerra sin posible firma de armisticio, sin tratado de paz en perspectiva, ni treguas en festivos o fiestas de guardar.

A veces dan ganas de alistarse en la Legión. Por lo menos te dejan tener mascota, aunque sea una cabra. Siempre será mejor seguir a una cabra que a una panda de cabritos. ¡Sed felices! ;)

domingo, 23 de julio de 2017

¿Cómo lo haría Atticus?


Un día cualquiera de la semana pasada. Madrid, 8:00 de la mañana. Todavía poco tráfico rodado por las calles del barrio de Chamberí. Un cruce. Alcanzo el borde de la acera. Miro el semáforo que tengo enfrente: el muñequito verde de los peatones comienza a parpadear. Bueno, no sé si es muñequito, muñequita o pareja de muñequitos o muñequitas cogidos/as de la mano. O en bicicleta, porque ahora en Madrid hay señalética para todos los gustos, no sea que alguien se sienta humillado u ofendido por no reconocerse en el macaco indicativo del semáforo. No me fijo porque estoy atento a ver si viene algún coche. No hay ninguno en lontananza y estoy completamente seguro de que me da tiempo a cruzar antes de que se ponga en rojo. Me lanzo a la calzada, no muy ancha, que con mi buena zancada puedo rebasar en seis o siete pasos. Pero, no bien he puesto un pie en ella, de una de las bocacalles perpendiculares aparece a toda velocidad un minúsculo Smart que gira casi derrapando hacia donde yo estoy cruzando. Calculo que va a unos 70 u 80 km/h. Desde luego no a menos de 50, como manda la normativa. Incluso acelera antes de dar el giro —señal inequívoca de que se está saltando su semáforo en ámbar (el suyo se pondrá en rojo para él y en verde para los peatones cuando el mío se ponga en verde para los coches y en rojo para mí)—. Me pilla a medio cruzar y el tipo tiene que frenar en seco dejando el dibujo de sus neumáticos tatuado en el asfalto. Yo, que casi lo veo encima, también detengo mi paso en seco y me quedo paralizado y lívido en mitad de la calle con un susto que hace que la camisa no me llegue al cuerpo y la adrenalina me salga por las orejas. En esos segundos de indecisión en los que ambos nos hallamos parados, el muñequito de mi semáforo se ponen definitivamente en rojo. No digo nada, solo le lanzo al Fittipaldi una mirada como diciendo: «Por poco me pagas por bueno; o yo a ti, porque tu coche estampado contra mis noventa y pico kilos en canal tampoco resultaría muy bien parado». Pero el tipo del coche observa ceñudo que en ese momento el semáforo de los peatones está ya en rojo y me dispensa una sonora y larga pitada de claxon. Ya a punto de llegar a la acera, le vuelvo a mirar, de nuevo en silencio pero, como él, también con el semblante huraño, como preguntando: «¿Qué (coño) pasa?». Y el tipo asoma la cabeza por la ventanilla y me dice de viva voz: «¡Lo tienes en rojo, imbécil!». Entonces, con las vasopresinas bailando la muiñeira por mi lóbulo frontal, trato de guardar la compostura lo mejor que puedo y le explico: «Estaba en verde, se puso en rojo ahora». Pero el tipo no me escucha y, persistiendo en su zaherimiento, me espeta arrebatado: «¡Hijo de puta!». En ese preciso instante, más rojo yo que el muñequito, pero de ira, siento cómo una oleada de sangre me sube a la cabeza y hace naufragar mi raciocinio contra un iceberg de sinrazón. Mi córtex prefrontal, alojado en mi cerebro tras la frente, responsable de la lógica y el razonamiento, se pone en modo “off”, mientas mi sistema límbico, ubicado en lo más profundo del hipotálamo comienza a segregar chorros y chorros de dopamina perturbando mi capacidad de pensar fríamente. Sin que yo pueda evitarlo, me giro hacia él y, en un tono de voz tan elevado como el suyo, le suelto: «¿Tienes prisa por conocer a tu padre?» No me reconozco en la frase de mal gusto que acabo de vomitar, como si la hubiese dicho otro. Pero no, tristemente la he pronunciado yo, segurísimo. Los peatones que en ese momento están cerca nos miran sorprendidos como si estuvieran en el circo de los horrores viendo a la mujer barbuda o al hombre elefante. Dos machitos alfa, con exceso de testosterona, rugiéndose en mitad de la selva para marcar su territorio. El tipo sigue despotricando e insultándome. Obnubilado ya del todo, desando el camino y voy derecho hacia él con la clara intención de meterle mi pie del 46 en su bocaza del 15. Afortunadamente para él (y para mí), el tipo se acojona ante mi metro noventa y sale quemando rueda como si acabase de ver al mismísimo diablo mientras grita sus últimos improperios, mentando a todos mis muertos entre exabrupto y exabrupto. Sigo mi camino con la tensión por las nubes y mis pulsaciones por encima de cien. Poco a poco, el córtex prefrontal vuelve al modo “on” y pienso: «He estado a punto de perder el juicio y soltarle un sopapo a un tipo que no había visto en mi vida, con las consiguientes consecuencias desagradables para ambos» Sí, era un gilipollas de tomo y lomo. No tenía razón, y aunque la hubiese tenido y el semáforo estuviese en rojo (que no lo estaba cuando yo inicié el cruce), tampoco eso le da ningún derecho a insultarme. Pero, del mismo modo, el hecho de que sea un gilipollas integral y me haya insultado no me autoriza a mí a utilizar en modo alguno la violencia y vapulearlo. La violencia física solo puede tener justificación para defenderse de la violencia física, pero nunca de la verbal. Porque la violencia solo engendra más violencia. Aunque tampoco se trata de poner la otra mejilla, para eso hay que ser muy cristiano de Dios. Y en ese momento me sentía con más ganas de iniciar la décima Cruzada o una Guerra Santa que de perdonar a mis enemigos, esos, Señor, que no saben lo que hacen. Ya más sereno, me arrepiento de mi actitud, hago acto de contrición y propósito de la enmienda al tiempo que dicto para mis adentros: «Cuando me vuelva a pasar algo parecido, tengo que pensar cómo lo haría Atticus». Atticus Finch, por supuesto, el inolvidable abogado de “Matar un ruiseñor”, ejemplo de tolerancia, paciencia y anuencia donde los haya. Seguramente Atticus hubiese pensado que el tipo realmente llevaba auténtica prisa por algún tema urgente de su incumbencia, por lo que fuera: llegaba tarde al trabajo, su madre estaba enferma y le necesitaba, su mujer o su hijo habían tenido un accidente, no sé, qué más da. Atticus no especularía ni mucho menos prejuzgaría. Quizá ese apremio y nerviosismo le impidió ver su semáforo en ámbar. Tal vez tampoco vio el mío parpadeando en verde y solo miró cuando ya estaba en rojo, creyendo efectivamente que yo estaba cruzando de forma indebida. Es posible que Atticus siguiese su camino sin decir ni pío, como un ruiseñor, o puede que simplemente, con un trino de voz diáfana y apacible, dijese: «Disculpe, caballero, mi semáforo parpadeaba y pensé que me iba a dar tiempo a cruzar. Que tenga usted un buen día». Y santas pascuas, todos tan contentos, sin necesidad de dar un bochornoso espectáculo en mitad de la vía pública de buena mañana. Sin duda, ese sería el comportamiento de Atticus Finch. A partir de ahora, cuando note que las hormonas animales del homínido me nublen los sentidos de civilizado sapiens, procuraré acordarme de Atticus y, antes de responder, me preguntaré a mí mismo: «¿Cómo lo haría Atticus?». Todo esto lo pensé después mientras continuaba mi camino. Eso sí, todavía con unas irresistibles ganas de haberle metido una patada en los dientes al soplagaitas del Smart. Porque es muy fácil comportarse como un gilipollas, pero verdaderamente difícil ser un señor (o señora) del talante de Atticus Finch. Sed felices.