Excelentísimo señor Xelmírez:
Disculpad mi atrevimiento al importunaros en vuestro perpetuo reposo. No soy un experto en protocolo y desconozco cómo dirigirme a un arzobispo. Creo que el tratamiento de Ilustrísima sería adecuado para un obispo y el de Eminencia para un cardenal. Sin embargo, me asaltan las dudas del trato correcto para un arzobispo que además ha fallecido hace ya 871 años. ¿Reverendísimo difunto señor? Más claro lo hubiese tenido si, como era mi primera intención, hubiese dirigido esta carta a don Guido de Borgoña, o sea, Su Santidad el papa Calixto II, supuesto, aunque improbable, autor del Liber Sacti Iacobi o Códice Calixtino, de ahí el nombre. De todos es sabido que dicha autoría es apócrifa y que el papa tuvo uno o varios (se rumorea que hasta cuarto) scriptores, hoy diríamos “negros”, entre los que destacó el monje francés Americo Picaud.
Permitidme don Diego, que os hable claro, puesto que somos viejos conocidos desde que leí con inmenso placer y regocijo vuestra Historia Compostelana (en la edición de 1994 de Emma Falque Rey, para la colección Clásicos Latinos Medievales de Ediciones Akal) y que me inspiró mi primera novela (Compostelanum, Colección Mandaio, Biblos Clube, 2004), un thriller lleno de guiños humorísticos que intentaba homenajear la profunda ironía, retórica, mordacidad y retranca de vuestra figura. No en vano ya don Ramón Otero Predayo os calificó en su día de “genio afectuoso, creador y humorista del tiempo románico”. Solo he tenido la oportunidad de leer, como otra mucha gente, el Libro V del Códex, Iter pro peregrinis ad Compostellam, la Guía del Peregrino, en su magnífica traducción al gallego de X. Eduardo López Pereira (Guía medieval do peregrino, Edicións Xerais de Galicia, 1993), pero en ella creí volver a disfrutar del estilo ironista que os acompañó en vuestra vida.
Sé, don Diego, que nunca escribisteis ni una línea (bastante teníais ya con gobernar un país, una diócesis, acabar una catedral y urdir la mayor vía cristiana de peregrinación, tan grande como Roma y Jerusalén, que daría paso, en definitiva a la futura construcción de Europa). Arzobispo, político, gobernador de Galicia, tutor del rey, militar, almirante de la primera flota atlántica, arquitecto, hombre de negocios, hombre a secas… Por mi oficio, recuerdo ahora a grandes directores y/o productores que jamás escribieron una línea (Walt Disney, Alfred Hitchcock o Clint Eastwood, verbi gratia) que sin embargo, como vos, supieron dirigir una magna obra impregnándola de un estilo propio, inimitable e imperecedero. Pues bien, vos también tuvisteis vuestros guionistas, como los que os escribieron esa Historia Compostelana (De rebus gestis D. Didaci Gelmírez, primi Compostellani Archiepiscopi) que recoge toda vuestra obra y milagros desde 1100 hasta 1140. Cuarenta años de la historia de Galicia, España y Europa. Se me antoja, don Diego, que el Códice Calixtino fue un encargo vuestro. Vos, que tantas veces hicisteis el camino, de Santiago a Roma, ida y vuelta, para revolver Roma con Santiago y conseguir que declarasen a Compostela sede apostólica, arzobispado, y el privilegio del año jubilar cuando tocase, vos que erais un experto en marketing e inventasteis el Monte del Gozo, el título de Rey de los Peregrinos al primero que cada día llegase a la catedral (de ahí tantos apellidos Rey, Leroy, Küng, etc., por Europa adelante), o el botafumeiro que, además de higiénico, es un grandioso espectáculo. Vos que no tuvisteis escrúpulos a la hora de expoliar las joyas del retablo de la catedral para fundirlas en oro y comprar a cardenales y obispos para conseguir votos, que ríete tú de los políticos modernos. Vos que acuñasteis moneda, cual banquero aventajado. Vos que practicasteis tráfico de influencias, nepotismo, clerogamia, nicolaismo e incluso pío latrocinio, secuestrando las reliquias de otras sedes cercanas para llenar Compostela de santos cadáveres (San Fructuoso, san Cucufate, santa Susana, san Silvestre, san Víctor, etc.), emulando en momias a la mismísima Ciudad Eterna, ¿no habríais de ser, acaso, el instigador de dicha guía para así atraer a Santiago olas y aun tsunamis de peregrinos que, a la postre, engrandecerían vuestra sede?
Esos fueron vuestros “milagros”. Todos los países, en fin, han tenido alguna vez su siglo de oro. El de Galicia fue sin duda el XII, el siglo de don Diego Xelmírez. Me gusta imaginaros, don Diego, como un ciudadano Kane o un don Vito Corleone cualquiera, capaz de las peores ignominias, sí, pero todas por el bien de la familia, en este caso de Galicia y de vuestra sede apostólica. Con todo, fue muy astuto por vuestra parte cederle la “autoría” del libro a ese otro sátrapa que fue Calixto II, tío de Raimundo de Borgoña, esposo de doña Urraca, matrimonio del que Alfonso VI os nombró Secretario y Consejero (que tanto me recuerda a los consiglieri de la mafia…), padres a su vez de Alfonso VII, el mismo niño que vos coronasteis rey de Galicia, como Alfonso I, en la mismísima catedral aún sin consagrar con siete años y del que fuisteis su tutor hasta su mayoría de edad (las malas lenguas también dicen que fuisteis amante de su madre, la reina de Castilla).
Pues bien, mi señor Xelmírez, os escribo hoy apenado para contaros que no hemos sabido proteger y conservar vuestra herencia. Hemos perdido el Códex, sí, nos lo han arrebatado, robado delante de nuestras narices. En nombre de todos los que hemos heredado una cultura en gran parte forjada, pensada, ideada y verbalizada por vos, os pido disculpas, avergonzado y sonrojado de tamaña frustración. Una joya irrepetible y de valor incalculable que se guardaba con dos llaves y los más relajados sistemas de seguridad mientras, por ejemplo, en la Ciudad de la Cultura, ese mausoleo construido no sé si con la aviesa intención de convertirse en la segunda catedral, esta civil, de Compostela, está dotada de los mayores sistemas de seguridad que, junto con el resto del mantenimiento, le cuestan al erario público unas cifras escandalosas especialmente en tiempo de crisis. Sistemas de seguridad que, ¡asombraos!, no aseguran nada tan valioso como el recién hurtado Códex, pues está vacía de contenido y de ideas (casi tanto como las contemporáneas cabezas pensantes de algunos políticos). ¡Cuán distintos estos de vos, que no teníais escrúpulos para saquear el retablo y, cual arriesgado productor, pagar a una legión de guionistas para que redactaran maravillosas historias en papel, como el Códice, o en la misma piedra, como la catedral. Pero siempre pensando que los edificios son para contener algo, el vuestro lo fue para el supuesto cadáver del apóstol Santiago. Mucho me temo que la Ciudad de la Cultura acabará siendo la tumba de todo el sector cultural de Galicia, porque hoy nos preocupamos más de continentes que de contenidos. Con este robo la catedral ya se parece más a la Ciudad de la Cultura: ambas están un poco más vacías. Aún nos quedan las reliquias, esperemos que no nos las birlen también.
Yo digo con tristeza, como en cierta ocasión os reprochó, no sin razón, la reina doña Urraca, atrapada en la Torre de las Campanas de la catedral, junto a vos y varios nobles gallegos, entre los que estaba Pedro Froilaz, conde de Traba, y su yerno Arias Pérez, sitiados todos por la revuelta de 1117: “Si estos son los hombres que tiene Galicia, no os extrañéis de ver que el reino se os escape de las manos”. Mi señor don Diego, pidiéndoos disculpas por tanta ineptitud, en la confianza de que pronto aparecerá ese tesoro perdido, se despide de vos con respeto y gratitud, vuestro seguro servidor.
Ángel.